Somos autodestructivos: los Nobel advierten

 “Un día como hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.”

Párrafo memorable el de Gabriel José de la Concordia García Márquez en su vibrante discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1982.

Que Gabo refiera a Faulkner en una ocasión como esa no es extraño: refrenda su sentido homenaje a quien siempre reconoció como una de sus influencias literarias más importantes. Por lo tanto tampoco lo es que lo hiciera para acompañarlo en la creencia de que aún es posible el predominio de lo humano-racional, en defensa de la vida, por sobre las tendencias amenazantes a la autodestrucción.

Los momentos históricos de los discursos de cada cual eran muy diferentes: las razones de Faulkner para ratificar su creencia en la sobrevivencia humana estaban inmersas en plena postguerra (recibió el Nobel en 1949) cuando la difusión pública y dramática de los horrores de exterminio estaban a flor de piel -como el Holocausto nazi y las bombas atómicas norteamericanas- los cuales podía hacer dudar a cualquier mente sensible sobre las intenciones humanas de querer sobrevivir. La motivación de Faulkner, dicha en una frase de negación, era un sí a la vida y una apuesta por la razón después de una dolorosa y demoledora anulación de unos contra otros; de una confrontación en la que unos pretendían sobrevivir y predominar sobre la base del exterminio de los otros. La sensibilidad del escritor veía en aquellos hechos detestables los gérmenes autodestructivos de los humanos, frente a los cuales su esperanza se negaba a sucumbir. Su enfática negativa a aceptar el fin es más que todo un llamado de advertencia.

Misiles norteamericanos apuntan hacia Rusia desde Alemania

Llamado (como muchos otros) que la lógica del poder y la sorda confrontación de la denominada Guerra Fría tuvieron poco interés en atender. Apenas 14 años después de haberlo emitido, tres meses posteriores a la muerte de Faulkner, la posibilidad de la autodestrucción humana global estuvo al borde de ser un hecho con la Crisis Cubana de los Misiles nucleares en octubre 1962. Otra vez unos contra otros, pero ahora amagando con una incrementada capacidad de destrucción masiva que, finalmente, culminó en una larga y tensa neutralización mutua. Gran creador de ficciones, Faulkner falleció en julio de ese mismo año sin sufrir la pena de tener que enfrentar esos nuevos y dramáticos hechos con su derecho a seguir creyendo.

Misiles rusos intercontinentales de última generación

Porque, como dice García Márquez, los inventores de fábulas, a pesar del drama y las evidencias, se sienten con el derecho de creer que no es demasiado tarde y él mismo se sube a ese barco: en 1982 se manifiesta a favor de darle la oportunidad a una nueva utopía de supervivencia amorosa que revierta lo que, a vistas claras, apunta para ser una locura autodestructiva de la humanidad: “…los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunio.”


Misiles chinos en respuesta al escudo antimisil norteamericano

Destrucción del otro que es la destrucción de todos. Esa era la gran preocupación todavía hacia finales de la Guerra Fría. El intelectual, el escritor, el poeta ponía nuevamente ante los oídos del mundo la advertencia sobre la propensión humana hacia el conflicto, viendo suspicaz, con el rabillo del ojo, la pretendida disuasión del uno hacia el otro, basada en incrementar las capacidades destructivas hasta niveles inconmensurables.

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35 años después del discurso del Nobel colombiano (para no decir casi 70 del norteamericano) ha corrido mucha agua por los canales, lagos y ríos de Suecia. La caída del Muro de Berlín en 1989 y la subsecuente disolución de la Unión Soviética pusieron fin formal a la Guerra Fría, dispersando el riesgo hacia un panorama de posibilidades multipolares de destrucción colectiva pero modificando, también, las prioridades del discurso de advertencia.

Las nuevas referencias de los galardonados con el Premio Nobel, -cuando atienden a las tendencias autodestructivas de la humanidad- cambiaron de eje, en cierto sentido más grave: el progresivo deterioro -por acciones y omisiones humanas- del sustrato mismo para la supervivencia; es decir, los deterioros en el ambiente, la contaminación de aire, suelos y mares, los cambios globales en el clima y los trastornos asociados.

Un par de ejemplos notables: haciendo eco de los reclamos científicos y ciudadanos ambientalistas, el norteamericano Al Gore, con el premio Nobel de la Paz en 2007 y su persistente campaña sobre La Verdad Incómoda, contribuyó a expandir por el mundo el debate sobre el deterioro ambiental autodestructivo causado por un proceso de cambio climático planetario que se ha dado en llamar Calentamiento Global, atribuido a la desorientada actividad humana en su relación con la naturaleza. En julio de 2015, previo a la Cumbre del Clima de la ONU, 36 premiados con el Nobel en diversas disciplinas emitieron la declaración de Mainau sobre los desafíos del Cambio Climático advirtiendo y rechazando, una vez más, la tendencia autodestructiva de la humanidad.

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Pongo el encuadre sobe esa tendencia acudiendo a los premiados Nobel por ser voces que pudieran gozar de audiencia y credibilidad como para ser tomados, seriamente, en cuenta.

Sin embargo, todas esas advertencias han sido como los llamados a misa: unos van y otros no. Unos creen y otros no. A unos les convienen y a otros no. Ni de lejos hay consenso sobre el tema. Otros Nobel y especialistas se niegan a aceptar el concepto del Cambio Climático como elemento explicativo de los sucesos naturales del mundo. Ahí está la renuncia de Ivar Glaever -Premio Nobel de Física 1973- a la Sociedad Estadounidense de Física porque ésta consideró incontrovertibles las pruebas del calentamiento global.

En el debate no todo es blanco y negro. Derivado del mismo está el caso, como otro ejemplo contradictorio de la controversia, de la confrontación de por lo menos 110 premios Nobel con la organización ecologista Greenpeace por la negativa de ésta al uso humano de los polémicos alimentos transgénicos.

Agreguemos a lo anterior la negativa de los Estados Unidos a firmar (y el retiro posterior de los canadienses) el Protocolo de Kioto y el más reciente retiro de los norteamericanos del Acuerdo de París (ambos relativos a compromisos para detener y revertir el Cambio Climático), para darnos una idea del tipo de la nueva guerra de intereses que se libra en el mundo. Menos evidente en sus niveles de confrontación pero cada vez más clara en sus efectos generales.


Porque los efectos ahí están, haciéndose evidentes día con día, sin importar el nombre que se le dé a las causas y sin que se asuman, seriamente y del todo, las responsabilidades respectivas.

Así, siguiendo la dinámica histórica de las advertencias vemos que mientras desde mediados del siglo pasado la amenaza global se divisaba con espanto por el advenimiento de la era nuclear, otra tan grave o peor sucedía, sigilosa y persistente, para arribar a lo que ahora algunos llaman, con fatalidad apocalíptica, la era de la estupidez.

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