Demócrata y de Izquierda


En días pasados se presentó públicamente y a nivel nacional la propuesta política y ciudadana de los "Demócratas de Izquierda", organización promovida por Jesús Ortega, ex Presidente Nacional del PRD. Tal y como fue registrada por los medios de comunicación, la ocasión también fue propicia para proyectar la imagen precandidateable de Marcelo Ebrard a la Presidencia de la República.


Desde mi punto de vista, más allá del sesgo protoelectoral del acto publicitado, la propuesta demócratas de izquierda puede ser atractiva y relevante desde diversos ángulos, empezando por el nombre mismo que, me parece, no puede ser un simple juego de palabras sin contenido. 
Hasta hace algunos años asumirse de izquierda a la vez que demócrata era un contrasentido, una “contradicción biológica”. Las cosas han cambiado y hoy, como se puede ver, es perfectamente presentable en sociedad como virtud, como una alternativa progresista. 

Para llegar hasta este punto de encuentro con la democracia, la izquierda mexicana ha recorrido un largo camino de experiencias prácticas y debates ideológicos que la han enriquecido, actualizado y fortalecido en su esencia. Eso me permite decir que sólo identificando y entendiendo lo que cambia y lo que permanece de los elementos que dan identidad a la izquierda tiene sentido reconocerse hoy como demócrata de izquierda.

El concepto de izquierda en política surge bajo el manto de la proclama jacobina “libertad, igualdad y fraternidad” en el siglo XVIII y desde su origen hasta su acepción en la teoría política clásica predominante en el período de la guerra fría del siglo XX estuvo ligado al énfasis reivindicativo de las causas sociales por encima de las políticas; es decir, la izquierda se ha significado históricamente por priorizar las reivindicaciones de la igualdad y la justicia social por sobre (y en no pocos casos al margen) de la democracia.

Anclada en esa prioridad, convertida en ideología y acción política con el fin de alcanzar el poder del pueblo mediante una dictadura (la del proletariado, que habría de generar el bienestar para toda la sociedad), la izquierda vio en el concepto de la democracia a un engaño, un paliativo, una simple coartada política de la burguesía que servía para enmascarar y justificar las desigualdades sociales y no para combatirlas y eliminarlas de raíz. Desde esa perspectiva, para la izquierda el demócrata era un enemigo de clase o, en el mejor de los casos, un desviado pequeñoburgués.

La izquierda predominante en México no fue ajena a esta conceptualización y a su complementaria práctica política. Desde el período post-revolucionario de principios del  siglo pasado hasta muy entrados los años setentas (y en algunos casos hasta los ochentas) la izquierda histórica, revolucionaria, socialista o pro-comunista, ideológicamente muy influyente entre académicos, artistas, intelectuales y una franja del sector agrario y del sindicalismo, -aunque para efectos de las posibilidades reales de ejercer el poder era socialmente marginal y sólo contestataria frente a un régimen presidencialista autoritario, monopartidista y en muchas ocasiones represor-, paradójicamente compartió esa visión despreciativa ante la democracia, principio que para entonces sobrevivía como parte sustancial del discurso de la derecha opositora representada por el PAN. Es decir, la izquierda era revolucionaria; la derecha la demócrata.

Desde luego que esta es una generalización muy gruesa que debe matizarse con sus excepciones, (como el hecho de que durante los años más duros del autoritarismo priísta, la izquierda militante aplaudió y promovió entre los trabajadores la “democracia sindical”), pero en general la izquierda mexicana sólo vio las virtudes de la democracia y se comprometió activamente en conseguirla cuando se abrieron las puertas a la participación política plural, es decir, a la posibilidad de acceder a las instancias de decisión, de gobierno y de poder por la vía pacífica, por la ruta electoral y desde representaciones políticas distintas a la del dominante PRI. 

Esas puertas se fueron abriendo como resultado del agotamiento de un régimen monopartidista que ya no reflejaba los cambios en la sociedad, por su propio desgaste y sus rupturas internas, pero sobre todo sucedió gracias a intensas luchas de la sociedad misma; después de mucha sangre, de muchos esfuerzos pacíficos y violentos, sociales y políticos. Las puertas de la pluralidad política y con ellas las del camino a la democracia se abrieron por el prolongado y persistente empuje del amplio espectro opositor en el que la izquierda tuvo un papel protagónico fundamental, pero que en términos más amplios se incluyeron desde la guerrilla revolucionaria de izquierda hasta el llamado panismo doctrinario.

Se inició entonces una nueva etapa histórica en la política nacional que se ha denominado transición a la democracia, en la que las diversas vertientes de la izquierda (las izquierdas, dicho al estilo europeo) organizada en partidos políticos electorales han sabido escenificar capítulos determinantes para su progresión. Esto es, en el mundo moderno la izquierda predominante ha devenido en opción política real para la ciudadanía y con ello ha abandonado las inclinaciones autoritarias y dictatoriales, adoptando a la democracia como un elemento de su identidad.

No sólo eso. También la ha dotado de nuevos y más profundos contenidos. Para la izquierda la transición a la democracia no está concluida en la medida en que la competencia electoral, sus reglas y sus instituciones siguen sin dar cabal certeza de que se respeta la voluntad ciudadana tal como se expresa en las urnas. Podrá serlo hasta que la legalidad de los resultados electorales se compagine con la legitimidad de los mismos a los ojos de los contendientes y de la ciudadanía misma.

También para la izquierda la transición a la democracia estará inconclusa hasta que se alcancen niveles superiores y más sólidos de ciudadanía, entendida como la participación consciente, informada, educada y plenamente libre de las personas en las decisiones electorales, políticas y en la cosa pública. Es decir, para la izquierda la democracia no se limita al hecho y derecho de votar y ser votado, a la democracia representativa, sino que la entiende como un progresivo tránsito hacia la democracia participativa en la que la población se involucra directamente, mediante diversos instrumentos legales y organizativos, en la toma de decisiones, en la determinación de las políticas públicas y en la evaluación de sus gobiernos.

Así pues, ser hoy demócrata desde la izquierda equivale a comprometerse con tareas políticas fundamentales que siguen inconclusas. 

Pero además, cómo ya he dicho, la izquierda se caracteriza por el sentido social de sus prioridades. La izquierda, para realmente serlo, debe seguir siendo fiel a sí misma, es decir, debe seguir aspirando a alcanzar los objetivos que le dieron origen y que se sintetizan en la justicia social. Las razones primigenias siguen ahí: una polarización socio económica extrema que se refleja en groseras concentraciones de riqueza en pocas manos frente a monumentales niveles de pobreza y marginación de amplios sectores de la población. Nada tan amenazante para una sociedad equilibrada y plural. Nada tan lejos de la necesidad elemental de tener una vida digna, condición básica para la sobrevivencia de cualquier democracia.

La izquierda mexicana moderna se distingue por su continua lucha para perfeccionar la democracia política, pero no por ello enmascara, obvia y mucho menos ignora lo evidente de la desigualdad económica y social en que vivimos. Por el contrario, la integra como parte de su razón de ser. Para la izquierda demócrata, la modernidad, el nuevo discurso y la civilidad política no se riñen con el combate decidido contra la injusticia, la marginación, la segregación, la discriminación, la violencia, la inseguridad, etc., elementos que sobreviven en nuestro entorno, algunos en grado notable.

Por ello, para la izquierda demócrata, moderna, canalizar la participación ciudadana priorizando la ruta institucional, la legalidad, la acción electoral y los instrumentos parlamentarios, de negociación y del acuerdo no significa renunciar a los métodos legales y legítimos de reivindicación, organización y movilización social. 

Insistente, ahí está de muestra hoy lo que sucede en diferentes partes del mundo, incluido el más civilizado, el "primero", el más moderno y avanzado: grupos sociales organizados o no ganando las calles, estallando de furia, con causas colectivas claras o sin ellas, con acciones aceptables o no. Movilizaciones masivas que en algunos casos son reflejo del rechazo a las políticas públicas de la derecha, pero que en otros son resultado del extravío de una izquierda gobernante que ha perdido los ejes de referencia de su propia existencia. En sustancia, representan el fracaso escandaloso de las medidas "fondomonetaristas" y "neoliberales" que han mandado al rincón de las desgracias a millones de seres humanos, sin importar el punto geográfico en que se encuentren, mismos que en determinadas condiciones estallan de hartazgo frente a la indiferencia.

Así, en plena globalización económica y a pesar de los infructuosos intentos de unicidad del pensamiento occidental, sobresale uno de los ejemplos que seguramente será paradigmático de lo que se puede hacer por la justicia social, el progreso, la diversidad cultural y el respeto a la pluralidad, desde la legalidad y en un contexto democrático: lo realizado en materia de política social por parte de la izquierda mexicana desde sus recientes y continuos gobiernos en la Ciudad de México.

Justicia social vía la democracia adquiere, entonces, un contenido profundo. Es la razón fundamental para la izquierda de hoy. La define en el mundo moderno y la diferencia de las otras opciones del espectro político. Pero una no lleva necesariamente a la otra. No es una ecuación automática. La justicia social vía la democracia es posible sólo con la voluntad de los actuantes, de los luchadores políticos y sociales que se esfuerzan por hacerla una ruta viable, más transitable y en paz, frente a todos los riesgos que representan la crisis institucional, la violencia, la guerra, la ingobernabilidad, la desintegración y la confrontación social, herencias que nos han dejado los gobiernos de derecha en sus diferentes manifestaciones.

Finalmente, la izquierda también es valores y principios progresistas, de avanzada, actualizados por las nuevas dinámicas sociales y culturales, significados en su diferenciación ideológica frente al conservadurismo oscurantista y a la incongruencia moral de la derecha.

A nada de sus fundamentos y razón de ser renuncia la izquierda en su proceso de actualización discursiva, cambio de imagen y ampliación programática en aras de conseguir la necesaria influencia y aceptación en un rango más amplio del espectro social.

Se amplía el horizonte, se incorporan las nuevas realidades, cambian los métodos, las formas, los instrumentos y hasta las maneras de pensar, discernir, interpretar la realidad y de actuar.  Pero para la izquierda moderna los conceptos básicos y los objetivos históricos ni se desfiguran, ni se decoloran, ni pierden su contenido. Demócratas sí, pero de izquierda. 

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