Democracia de pobres, pobre democracia

“Sin cohesión social no hay democracia que se mantenga y, en México, la desigualdad sigue siendo el rasgo central, un rasgo que corroe todos los días las relaciones y la convivencia entre los mexicanos. Ello implica la miseria de millones y la opulencia de unos cuantos. Se trata de un problema mayúsculo que no se puede seguir postergando”. Es de los principales asuntos que “están erosionando incluso el aprecio por la germinal democracia que hemos construido.”

Así se expresan, con preocupación y no sin cierto desconsuelo y decepción, los autores de La mecánica del cambio político en México en la presentación de su cuarta edición, de reciente circulación. El texto vio por primera vez la luz en el año 2000, antes de la alternancia en la Presidencia de la República con la llegada del PAN y Vicente Fox. A partir de entonces José Woldenberg, Pedro Salazar y Ricardo Becerra pudieron vanagloriarse de que la realidad les había dado la razón: una larga y progresiva transición a la democracia había concluido. En la cancha de la contienda electoral nacional la limpieza estaba asegurada: listos los competidores (partidos políticos), las reglas del juego (nueva ley electoral) y los árbitros (el IFE con todo y credencial para votar, y los tribunales electorales). Todo era cuestión de que el juego progresara, fuera madurando y se perfeccionara. En la tercera edición, hacia 2005, enfatizaban: “…ahora es necesario elaborar los textos que nos digan cómo gobernar a México en condiciones pluralistas. En definitiva, la agenda política debe trasladarse de la esfera electoral a la esfera de la gobernabilidad.” La democracia mexicana ya era irreversible. Había llegado para quedarse. No lo decían sólo como observadores y narradores, sino como artífices y orgullosos involucrados en los hechos.

Seis años después, el desencanto. El país está en el hoyo y en el hoyo la democracia no se acomoda. Enfrenta nuevos problemas graves, “derivaciones no previstas y no deseadas”: “surgimiento de enclaves autoritarios en el ámbito local y municipal”, “…liberalización que se tradujo en una notable disminución de los poderes del Estado”, “…preponderancia de otros poderes, legítimos y legales o ilegítimos e ilegales –los poderes salvajes-, que oponen resistencia a la afirmación del Estado de Derecho sin el cual no hay democracia que se sostenga”.

Pero sobre todo está ahí la desigualdad, la pobreza, la ausencia de garantía efectiva de que todas las personas, en igualdad de derechos, tengan una vida autónoma. Y aquí decimos: un pueblo que no es autónomo para contar con sus mínimos de bienestar no lo puede ser para tomar sus decisiones. No es plenamente ciudadano. Estando así, ¿de qué democracia estamos hablando? Pues de una basada en la competencia electoral inducida, orientada, movilizada, comprada. Por necesidad y, en no pocas ocasiones, por hambre.

Entonces agregan nuestros referidos autores: si no se procede a “un ajuste a favor de la redistribución (de la riqueza) mediante las instituciones democráticas”, “…el riesgo de deterioro es real.” Lo cual advierte que lo avanzado está en peligro de estancarse e incluso de retroceder. No se equivocan.

El valor simbólico y político de la despensa.

Y si el hambre está apretando, la posibilidad de satisfacerla desde el ámbito político, aunque sea en una mínima parte, se ha convertido, cada vez más, en letra de cambio.

Aquí nadie se salva. A pesar de la pluralidad, la transición, la alternancia y la nueva gobernabilidad, la vieja tradición de entregar dádivas para la torcedura electoral (algunos la llaman cultura política) toma forma en la ahora muy socorrida y democrática distribución de despensas.

Despensa: provisión de comestibles. Alimentos a cambio de apoyo, de lealtad, del voto.

Despensas hasta como pretendido símbolo de buen gobierno. Hay que ver esas fotos en  Noticaribe donde, a propósito de la contingencia climática por Rina, se observa al gobernador de Quintana Roo repartiendo despensas con su consabida y propagandística camisola en rojo y, por su lado, al Presidente Municipal de Benito Juárez haciendo lo propio enfundado en la no menos promocional camisa amarilla y gorra azul. Simbólicas, muy simbólicas.

¿Despensas igual a “compra de conciencias”? No llegan a tanto. La necesidad de comer es más impulsiva que consciente. Los inconscientes son los que incrementan la polarización económica de la sociedad y quienes lucran, de cualquier forma, con ella. Abonan a la degradación y empobrecimiento de las condiciones necesarias para la democracia.

La advertencia está hecha: “…el riesgo de deterioro es real.”


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