Cempazúchitl

- Quiero ir a las flores de mayo.
- No son flores de mayo, viejo, son las Cruces de Mayo y ahorita no se puede. Ya pasó mayo. Todavía no es mayo. Falta mucho, unos seis meses.
- Pero ya quiero ir a poner las flores amarillas, como las que tienes en la mano.
- Estas son flores de muerto. Cempazúchitl. Las voy a llevar al panteón.
- Pues quiero que me lleves a ponerlas en las Cruces de Mayo.
- Te digo que éstas son para los muertos. Las de las cruces son otras; de vida. Además, todavía no es tiempo.
- Entonces, déjame una flor. La que más me guste.
- Son para los muertos, viejo.
- ¡Tu déjala!. Yo se la daré a mis muertos.
- Tus muertos no son de aquí. Están donde las Cruces de Mayo.
- ¡Por eso quiero que me lleves!
- ¡Ah, que necedad!. Toma la flor para que eleves una plegaria por tus difuntitos. En mayo los visitamos y, de paso, vamos a las cruces.
-  Gracias en su nombre. Vete con bien y salúdame a los tuyos, vivos o muertos.
- Los míos también son los tuyos, viejo (aunque tal vez más míos que tuyos).

Una vez solo, viejo desde el otro siglo, quitó el polvo del crucifijo que tenía en la mesita de al lado y con pausa delicada colocó junto a él la flor de cempazúchitl.

- ¡Ja!, como si no supiera distinguir entre una flor de muerto y las flores de mayo.

Con mucha dificultad se incorporó del lecho. Encendió una cerilla usualmente utilizadas para dar luz con la vela, pero ahora el fuego fue directo a la tela floreada que servía de separación entre el cuarto y el baño. Rápido, todo empezó a brillar candente, caliente. Humo negro y centellante. 

Tranquilo regresó a su catre, tocó el crucifijo y, santiguándose, le sonrió a la flor. Con movimientos lentos se recostó completo. Sin soltar la sonrisa cerró los ojos para visitar de una vez a sus muertos, allá, en las Cruces de Mayo.


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