Por los muchachos
Compartiendo opiniones, me lo dijo Rosa María
ocho días antes de las elecciones. Lo ajusto con mis propias palabras:
Si gana Peña Nieto es
Salinas, con todo lo que significa. Me preocupan los muchachos. Optaron por
movilizarse, por acelerar su propio destino y por apoyar una causa electoral. Se
van a quedar insatisfechos. Algunos se pueden radicalizar más.
¿Hacia dónde los van a
llevar? ¿Qué salida les ofrecen? Los van a reprimir. Las golpizas aparentemente
aisladas contra varios de ellos, sucedidas en estos días en algunos puntos del
país son síntomas de lo que puede venir.
Conversación generacional, polvo de aquellos
agitados lodos, posible gracias a un viaje inesperado. Y debido a esos mismos
azares reaparecieron en mis manos, como una casualidad que vuelve de un tiempo muerto,
los textos de Elena Poniatowska con los testimonios de otras inconformidades,
de otras movilizaciones, de otras represiones; de todo aquello que parecía
haberse ido, dejando la costra inarrancable de sus cicatrices, pero que de
repente amenaza nuevamente con sus incertidumbres: La noche de Tlatelolco y Fuerte
es el silencio. Releerlos me pone a pensar si la desmemoria colectiva es un
asunto de esperanzas insatisfechas, de masoquismo indómito o de plano de
enfermedad irreversible.
Acto seguido se desempolva como salido de la
nada De lujo y hambre, de Ricardo
Garibay, para complementar la magia negra del no me olvides. Un trabajo periodístico de campo que refleja el
agudo contraste social, al iniciarse los años ochentas, y que bien pudiera
subtitularse Crónicas de viaje de la
calle perfumada al barrio hediondo o Testimonios
de un país en el hoyo. Evidencias de una polarización económica y social
que sumió al autor el desencanto: “soy
menos feliz ahora, o cuando menos, ha enflaquecido, se ha engarruñado mi opción
por la felicidad. Ya tengo adentro la pesada fealdad de los pobres, la mueca y
hedor, y de los ricos la indiferencia sonámbula. Soy más desvalido y más
fuerte, más extravagante y más culpable.”
¡Si viera hoy don Ricardo! Las desigualdades
son más extremas que entonces. Se subclasifican del hombre más rico del mundo
al eufemismo de millones de seres humanos en pobreza extrema. Desigualdades que nos deberían tener más lisiados
y aún más fuertes. Más dispuestos al cambio de fondo. Y sin embargo nos ronda
el simbolismo del peor de los pasados.
No sé que signifiquen estas casualidades
cayendo de lo inesperado, pero punzan el ánimo para alistar el cuero y saber
esperar una semana sombría. Para transitar de punta a punta un país que apesta a
pólvora, a muerto vestido de rojo, de narco, de sotana, de verde olivo y de
intolerancia. Tránsito que tiene su sucedáneo en ese otro contraste de nuestros
jóvenes rebeldes arañando a gritos y manotazos su derecho al futuro. Su causa y
sus ganas rescatan mi optimismo de sobrevivencia y me empuja a pensar que no
debiera ser para tanto la alarma. Los jóvenes, una vez más, dicen que ya no caben en lo que hay. Que necesitan
su espacio, el cambio real. Que México no puede seguir siendo mártir de sí
mismo. Que no todo está perdido aunque desventuradamente desde la desesperanza
resurja una y otra vez lo podrido.
Pero una mala decisión los puede dejar sin
salida. Una mala decisión electoral y una mala decisión de reacción posterior.
Sin salida o con muchas salidas de emergencia, algunas atrancadas y otras de
fuga. Atrapados, dispersos y vulnerables.
Aquellos indiferentes
sonámbulos que han provocado la insultante polarización económica la quieren
capitalizar electoralmente por medio del miedo. Azuzando para que la gente
tenga miedo de su propia sangre nueva. Tratan de oscurecer el alcance de las
miradas. Ocultan que el país, las otras generaciones, los jóvenes de entonces, alcanzaron
a punta de ponerle el cuerpo a las balas, de mordidas al autoritarismo y de mentadas
de madre al poder hocicón, el derecho a decidir libre. Fatal sería que la
sociedad use ese derecho para tranquilizar sus miedo inmediatos que la alientan
a preferir lo malo conocido que lo bueno por conocer. Es estimular a sus
propios verdugos a usar el hacha afilada. Ya no más.
Nuestra propia historia enseña: si una sociedad
no escucha las llamadas de alerta de sus jóvenes está lisiada, autista y en
muchos sentidos muerta. Mucho peor si por negligencia conservadora permite que
los sacrifiquen. La pérdida tarda generaciones en recuperar.
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