Se fue la luz quemándome los pies


Al corte medio de la negra noche llegó el gato color verde quemado con ojos amarillo mostaza en actitud de mensajero real  para hacer el anuncio indeseable: se fue la Luz.

Erase una mujer guerrera que se batía a bocanadas de aire caliente en la tierra del esfuerzo. No por preferencia de respirar con la boca abierta sino por la sobria necesidad de protegerse a mordidas falsas contra los arrebatos del suspiro. No había lugar para la humedad que nubla la vista.

Una cosa era dejarse llevar por la placidez del vendaval y otra muy distinta dejarse atrapar por un descuido.
Tan atrevida que se lió a lidiar con un puñado de buquis que no era ninguno suyo, como que lo eran todos. Como conectarse a la vida. Como la silueta de un resplandor. Como una descarga eléctrica.  Hasta que todos, como un suspiro, se fueron en descolgada montados en el ferrocarril del tiempo.

La manada sustituta que se quedó era la de los gatos. Maullada. Junto con la anciana perra cavaron profunda trinchera para ayudarla a ver pasar sin muchos rasguños el terregal de la ausencia.

Hoy es su despedida al calce de la ironía de un medio día. Las plegarias son para que la encaminen al paraíso desde la mismísima antesala del infierno. Jolgorio de sol que debe provocar la risa de las guerreras que se mueren, igual que a los difuntos que la avecinan. Los quemores se quedan para los vivos. Hay que andar, en el ceremonioso ritual del panteón, al paso inútil para cualquier lado a pesar de las sombrillas. Arden los pies sobre los zapatos por mantenerlos quietos unos minutos sobre el terregoso suelo hirviente.

Descansa como hubieras querido, si es que alguna vez lo pensaste y has buena la petición sin cumplido. Encargo sin castigo.

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