¿Bipolares o qué?




La cabeza gacha. Síntoma del desconsuelo. Las caras pintadas reflejan la mueca dolorosa más cercana a la tragedia que al carnaval. En menos de una semana le han aboyado la ilusión de ser una potencia futbolera a la concurrencia. La salida masiva del estadio es pausada, sin tropel, en voz baja y casi en silencio. Apenas al medio tiempo las palmas batieron con furor y el grito al viento para vitorear a los héroes olímpicos.

El Estadio Azteca semi lleno. Buena entrada cuando una hora antes del inicio parecía que la gente no llegaba. Predomina la verde en sus múltiples variantes. Todo es fiesta. El recuento de los goles de la olimpiada, en las pantallas gigantes, acrecienta la sensación colectiva de grandeza. La hazaña. ¡México campeón olímpico de futbol! Ahora sí nos llegó la hora. ¡Pásenle por aquí, gringos culeros, pa´que sepan lo que es canela! La gloria nacional transfigurada en gritos de guerra.

Un brillante estratega de la logística del evento tiene la puntada de lanzar los fuegos artificiales al momento de presentar a los medallistas olímpicos, clavadistas incluidas. En el estadio no se escucha nada del sonido local. Sólo el estruendo de los cuetes y se nubla la visibilidad por el humo correspondiente. Las luces multicolores chisporroteando en el cielo tienen un efecto automático: algarabía general. Gritos y aplausos. Seguramente sólo en la televisión saben al detalle lo que aquí se dice y sucede. Aún así, la generosidad de los asistentes no escatima en ovaciones y vítores para los galardonados que dan la vuelta alrededor de la cancha.

¡Viva México, cabrones!

La euforia mal contenida empieza a manifestarse con la rechifla irrespetuosa y resonante al himno de los Estados Unidos a pesar de las respetuosas solicitudes de respeto hechas con antelación al respetable público.

Pero el que se lleva a cuestas la peor parte de los gritos de la tarde es el portero norteamericano. El “¡Puto!” retumba descomunal en su cerebro cada vez que patea el balón. Que no son pocas. Cae atrapado en el desconcierto y en el diálogo corporal con las gradas, lo cual provoca que cometa algunos errores en los despejes para el jocoso placer de los gritones. Diversión multitudinaria a sus costillas. Sin consecuencias. El portero hace un esfuerzo y retoma el control mental de su virilidad cuestionada (bien que entiende el español, por lo menos este) y, con ello, de su juego. Gritos al margen, con un par de atajadas espectaculares le quita al Trilos goles de la diferencia. El Chicharitoaterriza de sentón en el pasto y termina a gatas, frustrante, a la hora de la jugada maestra.

¡Viva México, cabrones!

Y que se repite la historia de otros desafíos entre ambas escuadras. Estados Unidos parece no jugar a nada. Se defiende y pelotea. Cubre su área con los once en los tiros de esquina. A la mitad del segundo tiempo hace el cambio adecuado, presiona y descuelga. Gol. Silencio monumental del tamaño del coloso de Santa Úrsula. Por ahí parlotean felices tres gatos agitando la bandera de las barras y las estrellas.

Estados Unidos 1 – México 0

Fin del partido y del cuento.

Bueno, casi el fin. Con la novedad de que esto sucede por primera vez en la casa de los mexicas. Nunca antes la selección norteamericana le había ganado a la tricolor en el Estadio Azteca. ¡En su catedral! Hemos sido testigos de un hecho histórico deportivo que nadie en los alrededores festeja. Los pies avanzan hacia la salida raspando las suelas en el pavimento.

La cabeza gacha. Apenas el sábado festejábamos la de oro a grito tendido en el Ángel y hoy es miércoles. Dicen los chavos que caminan a un lado, refunfuñando en la bola: Nos duró poco el gusto. ¡Y con los pinches gringos a domicilio en fecha FIFA!  ¿Qué nos pasa? ¿Somos bipolares? ¿O los mismos de siempre?




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