El brindis del ingenuo


Cuando la vi caminando con la espalda erguida la supuse a mil años luz de distancia. Ilusión óptica sin equivocación: si estaba lejos pero venía rezagada. La confusión fue porque en la maña me la gana y por la ofuscación de la esperanza. Eso lo supe hasta muy luego. Me apresuré al abismo y se atrevió a acercarse, tocándome en el hombro. Se quedó para probarse. Reafirmarse. No para probarme, aunque así lo diga. Desquiciarme. La costumbre de incrementar su currículum de enlace. Personalidades. Subsistir en los demás. Gloria ajena con cama que envenena. En las buenas y en las buenas. El desenlace fue de previsión múltiple, menos para el involucrado. Solo yo que soy ingenuo creí haber tocado la distancia de la luz. Idiota de mi diciéndole al entorno: “aquí es donde conecta”. No era que brillara el sol, lo descubrí cuando finalmente abrí los ojos y pude ver que el foco estaba fundido. Lo apagó con un tiro certero que primero me atravesó la cabeza. Para cuando me di cuenta ya estaba en otra pieza. Retumba el eco de la burla, la nota agria de la serenata y el tableteo del baile de gala en la mascarada. Fiesta tras fiesta. Carnaval de risas sonoras a costas de una ilusión adversa. Perversa. Reasignación con media culpa, premio de consolación sin entereza. Todo se hundió en el mar, donde se ahogan las desgracias, se sumerge profundo la voluntad y se lavan las impurezas. Veremos si resistió y sale a oxigenarse el ovillo para renacer sin vuelta. Flotador. Y luego si se seca.

El arte de sobrellevar el peor de los naufragios está al alcance de una copa de tinto. Venga.


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