Arcoiris


Había quemado las naves milenarias estacionando la ilusión en medio de lo que creía una isla eterna. Al conocerla, la isla resultó ser un miserable e insolente islote envenenado, sin agua que beber  y surcado por arenas movedizas. Una vez atrapado, a cada movimiento me hundía. Sin naves, sin cuerdas y sin guías. Salir de ahí no era un asunto de conciencia o de emoción. Razón de vida.

Aparece repentina una sonrisa a carcajadas formando un sello de cera inerte y virgen que tapa los pozos de donde emanan las fétidas amenazas. Le corta el paso al regreso de las palabras podridas. El embrujo sombrío del ilusionista es aplastado por una tormenta de colores. El sol renueva sus cuentos y respira con una mirada resbalosa como mantequilla. Rellena las grietas. Todo lo inunda.

Carcajadas que trazan un puente salvador hacia el reclamo válido cuando se han ido a pique las naves de otros mares. Puente hacia el único perdón imperdonable. Puente que arroja por los costados la autocompasión por la paciencia, la omisión y el desatino. Puente para cruzar desde un islote maldito hasta tierra firme; hacia el olvido. Puente de risas infinitas que reconstruye la credulidad a fuerza de tonificar la inconsciencia sin remedio. No hay otra salvación posible.

Punto de partida donde un puente de mármol blanco renueva los destinos. 



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