Rasquera mensajera


Arrastraba entre los huesos y la piel una extraña sensación que no alcanzaba a dibujar sus contornos de una manera plenamente consciente en la cabeza. Una rasquera no experimentada pero que no era cualquiera. Si se paraba a pensarlo en la orilla de la calle antes de cruzar el semáforo podría ser que le llegara por detrás una especie de sentimiento de pérdida. ¿Eso era? Imposible confirmarlo porque seguía a diario viendo y viviendo con la muerta. Con la que se fue pero que ahí estaba, sentada en la mecedora y comiéndose las galletas. ¿Qué no se daba cuenta que ya se había ido? Algo no acomodaba entre las piezas. Toda la vida se parecía a sí misma pero se reflejaba en el espejo una imagen diferente. Nada era igual aunque quisiera. Pinche rasquera, se mueve en sentido inverso trasladándose como comezón a la entrepierna. ¿Las tripas reconocen primero la pérdida que la cabeza? Así parece. Mantener la estancia insustancial sostiene el supuesto artificial de un regreso a medias. Ilusiones ciegas. Una manera de sanar la picazón es dejar que la muerta recupere las emociones clandestinas y añejas que te son ajenas. Las que trae desde ultratumba. Las que no te tocan. A las que, cuando se va, regresa. Una más, la elemental, es investigar en la caja de cartón con las cosas perdidas. Si ahí la encuentras entonces la pérdida es completa. Poner la mirada en el rincón en el que se empolvan las maletas, el ataúd itinerante de la muerta. Y si los ojos brillan, rasquera disuelta. Tiempo maldito de sufrir la certeza. 

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