Vecinos silentes


Al vecindario le daba vergüenza. Lástima. Se les notaba en la mirada. Pena ajena por el cruzado, sin escudo y sin espada, que tocaba tembloroso aquella puerta pidiendo migajas de compasión y un rato de posada. Le daba a aquella gente furia ahogada en el extremo de su silencio. Ojos de fuego. Furia con la rata que aprovechaba cualquier ocasión de ausencia para dejar entrar a los ratones por cualquier hoyo o la ventana. También por la puerta. ¿Cuánto veneno era necesario en esa trampa? ¿Cuántas rebanadas de mundo verdadero harían una ración suficiente para disolver la canallada?

El mayor temor: la calle estrecha, como un socavón, podía explotar en un estallido de venganza. Nada así ha sucedido. El andador está pero no existe. Su peor castigo ha sido quedar sumergido en el olvido. Le han dejado hundido en la vergüenza. Le han carcomido la dignidad con las aspereza de un carácter con dobleces. Los festejos, cotilleos y traiciones ocultas de la ratonera.

Nunca llegaron las rebanadas de mundo suficiente. Ni siquiera un poco de aire. No será calle principal. Sólo el callejón de las pasiones insanas y las ilusiones perversas. El rincón de los gemidos. La callejuela que un día pisaron los dementes. 


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