Estadio Héctor Espino



El llamado último capítulo. ¿Será realmente el último?
1972 – 2012 Cuarenta años.  Tuve la fortuna de estar en el primero y en sus antecedentes. Tratándose de beisbol, para mí era inevitable, aunque se tratara del mejor bateador de todos los tiempos en la pelota mexicana y, cosas de la vida, del estadio que lleva su nombre en mi memorable y familiar Hermosillo, Sonora.
Cuando se inauguró el estadio ahí estaba: estudiante de preparatoria. Rebelde dentro de una generación que surgía rebelde, mentándole la madre al señor presidente que reprimía estudiantes; pero beisbolero al fin, a fuerza de herencia y de comarca. Al llamado Coloso del Choyal había que apersonarse para ver en la alineación de costumbre: “Héctor Espino al bat…” con la ovación obligada.

40 años después, el último capítulo. ¿Está condenado a ser el último? El del estadio. Aquí estamos nuevamente, viendo a los Naranjeros dando la pelea para ser anfitriones en la Serie del Caribe 2013, que ya será en otro campo. 40 años: al principio con marcada frecuencia: el estadio servía también, como marco visual y estímulo, para realizar otras actividades en el complejo deportivo que se encuentra a un lado. Cáscara basquetbolera en los amaneceres del verano antes de que el sol pegara como sabe. Después, visitas más esporádicas por ausencia. Pero eso sí, aunque sea una vueltecita cada año para presenciar el partido de la liga de invierno en el Pacífico que coincidiera. El que fuera. Las Series del Caribe: de cajón.

Héctor Espino con Sultanes de Monterrey su equipo emblema en la Liga Mexicana

Héctor Espino González. Siempre dando batazos. Pero lo recuerdo por primera vez frente a mis ojos  vestido de paisano allá en los años sesentas, yo, tal vez, ya secundariano. Imposible recordar la fecha. Por primera vez visto sin uniforme y fuera de una cancha de juego. Un encuentro en el que pude estar porque yo iba con mi padre: ¿con quién más para una circunstancia como esa? ¡Héctor Espino el ídolo! una tarde temprana después del juego dominical en el puerto jarocho. La cita fue en una coctelería en las afueras del estadio, parte posterior, del Águila de Veracruz. Mi viejo llegó con compañía.
El primer diálogo-interrogatorio fue, como tenía que ser, cordial y respetuoso, al tratarse de darle el lugar en el planeta al hijo de un amigo: que si te gusta el beis (ni modo que no, verdad, con este señor que tienes en tu casa), que si qué posición juegas, que si cómo vas en la escuela y así, de esas… “El niño asesino de Chihuahua” en plan de cortesía con el niño que lo admiraba.

Cubierto el protocolo del gigante con el extraño inesperado, comimos los tres y ellos hablaron. Diálogo largo y fluido entre dos amigos; tema complicado, tono preocupado: algo sucedía. Algo importante y delicado estaba pasando en la Liga Mexicana, entre los jugadores y/o en la carrera de Espino que ameritaba aquel encuentro urgente. Recuerdo el comentario vago que al respecto me hizo mi padre cuando nos retirábamos, sin mayor precisión claro, como justificando las razones de la tardanza para el regreso a casa. Lo que es ser joven y circular en otro piso de la vida ¡A mí que me importaba! Los encuentros con peloteros famosos y gente importante o leyendas históricas del medio eran para mí una especie de costumbre. Ejemplos: mi padre cafeteando en los portales jarochos con Beto Ávila, el mexicano Champion Bat de las ligas mayores con los Indios de Cleveland; o la relación fraterna, frecuente y familiar con el inmenso pitcher cubano Ramón Bragaña en Las Choapas. Como esos casos, muchos otros: Vinicio García, Miguel Sotelo, Jorge Fitch, Pilo Gaspar, el "Cadillo" Saenz, "Cananea" Reyes, Tomas Morales, "Papayón" Magaña, Horacio "Macacho" López Díaz su entrañable amigo. Y agréguele a la lista... Pero en este caso ¡había estado comiendo con el ídolo más grande! El más grande a mis ojos, el de mis tiempos. ¿Qué me podían importar en esos momentos los detalles de lo que estuvieron hablando?
Solo años después, en el repaso del recuerdo, pude sospechar que aquel encuentro había sido algo más que una charla entre amigos. No había sido casual: por alguna razón imperiosa el jugador nacional más poderoso había buscado para conversar (¿consultar?) al viejo sabio de la pelota. Entre cocteles de mariscos y galletas saladas se tomaron decisiones importantes. Estoy seguro. Yo había sido un absorto testigo mudo y sordo: ¡bonita cosa!

Mi padre con Monterrey en 1944

En una ocasión traje al caso con mi padre aquel encuentro tratando de hurgar entre los detalles. Dijo no recordarlo y punto. Muy extraño para alguien que tenía presente cosas y pequeñas anécdotas de menor envergadura. Raro para quien afirmaba, hasta hacerlo leyenda familiar, haber sido quien convenció al mismo Beto Ávila, atleta completo practicante de varias disciplinas, para que se dedicara de lleno al beisbol. Omisión rara que tampoco aparece en sus notas. Seguramente tenía que ver con el tema que cruzó de tajo su vida profesional, su carrera y su ausencia en la memoria oficial: la pelea por el respeto a los derechos de los jugadores y la confrontación inevitable con los dueños del circuito (que era decir, el circo). Omisión por falta de insistencia. Creo que no lo sabremos. Ambos se han ido.

Esa es mi anécdota íntima con Héctor Espino. Encuentros posteriores habrán sido como el saludo, el color del uniforme o las condiciones del clima. Mi padre dijo que había habido otros antes y que después también sucedieron. Pero no me quiso decir el contenido de ese. No los recuerdo.

Aérea del Fernando M. Ortíz
Desde luego, por muchos años más seguí viendo a Espino con la magia de sus poderosas muñecas achatando el forro de las pelotas a batazos. En la Mexicana y en el Pacífico. Lo vi desde el viejo y desaparecido estadio Fernando M. Ortízhasta la casa que llevaría su nombre. Donde me tocara. Lo vi, lo admiré y lo aplaudí hasta que se perdió en el horizonte rumbo al infinito…





Espino novato del año con Hermosillo
El Estadio Héctor Espino es el coloso a su memoria hecha edificación. Su imagen en bronce, claro está, pero sobre todo el estadio. Un detalle que no puede obviarse: los Naranjeros es la respetable franquicia ganadora que conocemos gracias en mucho a aquel caballeroso gigante chihuahuense que le entregó su vida y su carrera. Los que no lo vieron, las nuevas generaciones como mis hijos y mis sobrinos, empiezan sabiendo de él porque ahí está su nombre a la hora de entrar a ver los juegos que les apasionan. Y aunque no pregunten, se les platica: “me tocó ver una vez que Héctor Espino….” La leyenda.


Hasta que el Fernando M. Ortíz fue insuficiente

Para quienes aspiran a que el inmueble se conserve tal como está podemos augurarles pocas esperanzas. La lógica del mercado y de la plusvalía territorial se impone. Así se fue, a pesar de las negativas, el Fernando M. Ortíz (¿alguien se acuerda quien fue él y por qué un estadio llevaba su nombre?) y así vimos desaparecer en las calles de Cuauhtémoc, entre Obrero Mundial y Viaducto del DF al inolvidable Parque del Seguro Social (el de aquellos duelazos entre Tigres y Diablos, el que también sirvió de triste anfiteatro ante el sismo de 1985), antecedente del mítico Parque Delta. Hoy es un majestuoso y moderno centro comercial: la Plaza Delta. ¿Delta? Pregúntele a sus chavos a ver que les dice eso…
 Cuarenta años ha perdurado el Estadio Héctor Espino y ahora será sustituido. Independientemente del destino que le den al inmueble ¿Qué harán con la memoria del vuelacercas?




Comentarios

Entradas populares de este blog

Sobre el dinosaurio camaleón

México ante la necesidad de un Nuevo Orden Mundial

No hubo “corcholatas”