Rosa del desierto


                                                                     Bahía de Kino: una tarde de invierno

Rosa blanca: respira. Transpira, que el aire se carga de oxigeno con una lánguida mirada a pesar del ventarrón. La manada demandante no es tropel, solo amenaza velada. A nadie espanta una promesa de compasión cuando la muerte canta.

Alguna vez quisimos cambiar al mundo y ¡mira! lo pusimos en el lugar está. ¿Lo pusimos? Es el mismo. Ahora hay que dejarlo fluir para burlarnos de sus malas pasadas. El fin último de esta ciencia es poder llegar al comedor con hambre y con sueño a la cama y no a la inversa.

Las manos heladas, rosa blanca: palabra azucarada que brilla. Te sonrojas inmaculada adulterando la víspera. Quien ha visto el atardecer desde la infancia no sabe confundirlo con el ocaso. El sol renace aunque tenga frío. Más necio que el olor de la pesca con desabrigo.

Vaga pues, rosa blanca, por los pantanos de la risa. No resbales la cuesta con el peso de las penas de un mundo machacón de letanías: sobrecaliéntalo en su agonía que es vida llena. La Nueva Era Glaciar ha comenzado: está por venir en la última llamada. Para que sea global tienes que aportar temperatura con tu pedacito de hervor escandalizado.

No me adoctrines, rosa blanca: sedúceme. No dejes que el resplandor te tiente: la sombra traslúcida se proyecta como viene. Viene del vientre. Se va sonriente.

Rosa misteriosa del desierto: el mar ya está descubierto. Pausa el vuelo a toda velocidad en un planeta que planea: las gaviotas se refugian al caer el sol para regocijo del invierno.

Todo al ocaso: ni antes ni después viene al caso: la fábula es con reversa. Truco escondido en un viejo cuento.


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