El muegano de las lángaras


Lángaras. Embusteras. Guardabarras con carcajada sorda y porcina. Bultos abominables para la seducción de las cremalleras. Invaden el cerebro con la entrepierna para atacar las alforjas. Para su pasión más querida no hay combinación inviolable ni tolerancia para la sequía. Extirpan el metálico con los dobleces del genio y con la precisión de una disección quirúrgica: mantienen la sonrisa como si nada sucediera. Solo para ocuparte en calidad de intervención pacífica te piden permiso. Su guerra es secreta. Perversa.

Se adhieren entre sí con sus propias secreciones. Excresencias elásticas. Suficientemente flexibles para estirarse y succionar. Retráctiles. Individualidad de un vapor mohoso que engaña. Cohesión que envenena. La independencia alcanza hasta donde el control del caparazón llega. Los límites de su concha son las fronteras en donde todo empieza y termina. Siempre como un imán de babas que deja sin espacio visible a la bifurcación de las lenguas. Victimarias de los confiados confiables. No hay excepciones a la regla, solo niveles y grados para el apretón de la enredadera.

Muégano de las lángaras. Conspiración genérica fundada en la influencia de Las Poquianchis. Los machos son para lo que son y sólo para eso: un mal inevitable, intercambiable, sustituible y olvidable. Necesarios para la diversión placentera y para la gangrena: inútiles descerebrados imprescindibles por la odiosa existencia de los trabajos pesados. Para eso los hizo Dios (a los trabajos): para justificar su miserable existencia (de los machos). Eso sí, mejor mientras mejor dotados. Ya que están ahí, que se pongan y sea. Joviales y exprimibles. No se puede ir en todo en contra de la naturaleza.


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