Al amparo del silencio

La foto no tiene excusa: es exquisita. Disfruto la vanidad de una sonrisa que no me sirve para nada. La incógnita que duele es la sombra que no se arrima en el enigma.
Me niego a las interpretaciones fáciles del silencio: no me conviene su condena:  la ola brava de su voluntad no permite remar en la nave extraviada de mis deseos. Los desecha.
Comprender no es resignarse, la realidad es más compleja: el café se enfría entre mis manos sin que logre darle el trago mañanero mas reconfortante. El que despierta. El que da vida. Aquel que deja para todo el día plasmada la sonrisa.
Se está perdiendo mi pupila de la chanza simple de secuestrar sus sueños. Se están perdiendo mis labios del permiso no otorgado para usurpar lentamente su mirada.
Renuncio a creer que todo se reducía a satisfacer el capricho terco, marcado por un plazo fatal de las nocturnas andanzas veraniegas. Capricho cumplido a medias. Sería la tiranía ridícula de una fecha: de todas las formas posibles, la peor de las indecencias.
Quisiera pensar que se ha asustado frente al brillo de una decisión con dimensión desconocida.
Prefiero, entre todo y aunque arda, aceptar que no he podido capturar su manera de tostar los granos de maíz, de chupar el helado, de servir el trago. Es decir, me he perdido su peculiar forma de amar.
Ha cambiado la piel de lugar. La sombra invisible.
Fin de la jornada al amparo de la tecla muda. No será, pues, mi brazo rondando su cintura mientras me alivio de los humores mundanos olfateándole en el cuello su propia versión del delirio con aroma a coco o a vainilla. No a los encierros desbordantes de un fin de semana de invierno en primavera. No a la película obligada sin voltear a verla. No al desplazamiento de las palomas debajo de la cama para dar paso sublime al amor a su manera.
El silencio será, entonces, el signo de un sueño no atrapado sino perdido. Mi pena por aquella que no pude retener en la retina.



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