Las catequistas

Lo más seguro es que no tuvieran autoridad para descargar sus ironías de aquella manera. Mucho menos el torrente provocador de caricias. No serían reconocidas en ningún catálogo de las buenas familias. Fue entonces que colmaron los vasos para estrellar en ellos sus labios con una certeza fingida. Cada trago era un desquite, una venganza definitiva. La memoria se ahogaba placentera entre sus burbujas. Como agua bendita.
Vendrán tiempos mejores, se atrevió a decir aquella que se consideraba la más lista entre todas las niñas vestidas de adultas. La más abusada... y no era en sentido figurado. La más absurda. Lo que le había sucedido desde pequeña la tenía en aquellas condiciones atroces de despejar la mente con largas jornadas de abulia. Sonreía. No cortemos el optimismo como un gajo de mandarina, repetía; vendrán tiempos mejores y entonces sabrán de que color pinta la tinta que recorre sus venas, hasta maldecirla. 
Así empezó aquella loca cadena de desesperaciones festivas. Así la pérdida de los pasos al bailar el vals, como la promesa de entregar lavadas las tripas de la cochina que habría escapado de la vecina. Así la historia de una larga hilera de noches carentes de luna. Así la irritación por la grosería con el sello oficial de los burócratas que les cerrarían, cada vez que quisieran, las puertas del cielo sólo para cobrar la magra recompensa. 
Así les arrancarían la vida a esos idiotas: por mal nacidos, por patanes, por meterles la mano bajo la falda sin solicitar permiso y sin molestarse en averiguar la cuota.
Lo más seguro es que no tuvieran autoridad... cuídense quienes cierran los ojos y no lo notan: a partir de ahora, sin su voluntad, ya nada se haría.

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