Presumir las armas

                                                     
Se ven ya como la útileria de todos los días. Y no porque sean de juguete. Sino por la utilidad práctica de portarlas, mostrarlas y utilizarlas para que se entienda que han sido y son el sinónimo del poder. Su explicación y su ejecución más pura y acabada: el poder de las armas.
Ya sean autodefensas por aquí, milicias urbanas por allá; fuerzas del orden y del desorden; crimen organizado y desorganizado; faroles de redes sociales y fuerzas armadas regulares o irregulares. Incluidos niños entre las tropas. Guerras y revoluciones. Revueltas para quitar o poner un gobierno. Refriegas para eliminar al competidor por la plaza. Las armas son la presunción de hoy. 

Todos las vemos. Todo el que puede y quiere las porta. Nadie habla de ellas. No se mencionan. Ni de su origen ni de su fin. Nada se dice sobre las rutas silenciosas que siguen para llegar a todos lados, a cualquier rincón y a cualquier mano. Parecen invisibles en los análisis, los noticieros y los reportes oficiales. Si acaso se incautan, se vuelven a usar. Circulan por debajo de los escritorios. Son parte del ya ni modo. Aquí nos toco vivir. ¿Acaso alguien ha visto alguna protocolaria y pomposa ceremonia oficial de destrucción masiva de armas después de incautadas, como se hace con algunas drogas? (Sólo algunas, aclaro). Ni del dinero ni de las armas se vuelve a saber. Se esfuman. 
Llámese Michoacán, Guerrero, Venezuela, Siria o Ucrania en estos días. Chechenia y los Balcanes antes. En África negra ni se diga: es cosa de todos los días. Que los jodidos se maten y hay que darles con que lo hagan. El Cairo. Afganistán. Ahí están. En los campos, calles y plazas que se van turnando el magro placer de ser sus canchas de tiro; campos de batalla. 
Las armas inundan la noche. El silencio se rompe con su estrépito. La violencia se promueve y se exita porque se necesita para hacer florecer el gran negocio y su magia.
La magia del metal que se mueve por el mundo montado en el aire.

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