Santo y seña

No seria un santo marginal y segundón sino uno de los principales. Por eso rezaba con fervor cada mañana.
Y por las tardes.
Y por las noches hasta avanzadas las horas. 
Madrugaba. Le hacia la competencia al sol en iluminar primero lo que creía era su alma.
Hacia el bien. Cero maldades. La caridad carecía de materia: con tanta bondad era innecesaria.
Solo había un pequeño problema: la parte más íntima de su interior era doblegada de manera incesante por el deseo de venganza. Lo soñaba persistente. Deliraba. Por eso casi no dormía. 
El consciente decía: paz. El inconsciente: guerra. 
¿Podría vencer aquella dicotomía? Desde los ocho años de edad ya le arrendaba la cabeza. Lo atormentaba mucho mas porque de no extirparla se le iría la oportunidad de alcanzar la santidad de primera línea.
Venganza contra sus padres por haberle dado todo lo que quería, menos una cosa: la vida. 
Nunca lo compensaron con la materia: le robaron la energía primaria. La misma sangre no era.
Venganza porque la santidad no tolera el engaño y a el lo habían amamantado con la mentira. Ni siquiera bastardo. Un simple arrimado. 
Engaño que no se perdona. ¿Se perdona? Pues si se perdona no sirve de nada: de cualquier manera no se tiene derecho a la silla mas alta. 
Por saberse la verdad no habrá trono ni será Papa. La humanidad es injusta, contradictoria. Si no hay derecho de sangre, entonces que corra la sangre. 
Venganza justa para llegar a ser un santo redimido. Que lo juzgue la historia de los anónimos mortales que se deshacen en intrascendencias para pasar tranquilamente desapercibidos. Allá ellos. 
Afila la daga asesina mientras le preparan la hoguera rumbo a la inmortalidad. 
Santo de alcurnia. Santo de reyes sin corona: el santo de la venganza.

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