Botellón

Estoy sentado en el fondo de un botellón gigante. Con todas mis partes en su lugar. Completo. La espalda recargada en una lisa superficie turbiamente transparente. Parecía ser de cristal pero recientemente me he podido enterar que es hechura de un polímero que no ha sido inventado. Inexistente: el plástico vulgar es ampliamente intoxicante y, por lo tanto, inapropiado para este pulcro lugar. El tamaño del espacio puede ser asimilado al del salón de eventos principales de un castillo medieval, pero la perspectiva desde la cual a veces lo veo, bien podría ser muy cercano al espacio sideral. Las paredes por todos los costados las toco, de eso no debe haber duda. Estoy preso. Mejor dicho: soy eterno. No inmortal.

Para ser merecedor de llegar aquí me cortaron la garganta. Para empezar. Fui degollado como una muestra de poder: la mía, miserable, era una vida débil. Caí en manos del Cartel equivocado; es decir, de cualquiera. Nada es totalmente un error: simplemente la vida es diferente para cada hormiga. Aunque no se crea. 

Me arrancaron la cabeza con un cuchillo de carnicería. La disección no fue muy profesional. Ser especialista del crimen no quiere decir que cualquiera sabe cortar el cuello para una competencia internacional de manualidades finas. ¿O acaso pensaban que cosas de estas solamente suceden en aquellos lugares tan lejanos donde se fanatizan con otras religiones, camisones y sotanas? 

Pude darme cuenta ligera que me filmaban para dejar la evidencia: detrás de mí, parados, cuatro bravos guerreros uniformados de negro, armados como en las altas esferas, encapuchados con las narices y las bocas salientes, respirando sonoros con las dificultades del calor del verano, guardando el llamado silencio sepulcral. El matarife en el segundo plano, tan igual como los otros, enfundado en la misma pantomima. El cuchillo ensangrentado cambiándolo de mano derecha a izquierda y viceversa al grito de la insolencia: ejemplar amenaza para los perros enemigos que lo oyeran: el escarmiento.

¿Yo qué tengo que ver con todo esto? Caí en la escenografía por mera casualidad. Arrodillado por la fuerza. Mi ropa jalonada y rota saturada de flujos y excrecencias: huelo a sudor ácido y espeso; a miados secos y vueltos a remojar. A mierda acumulada. ¡Pinche culon marrano! me gritan, muertos de risa, dándome patadas en las costillas antes de entrar cada uno a hacer la parte que les toca. ¿Les suena el modismo? Lo desconozco.

Cuando tenía la cabeza en su lugar -desde ahí le mandaban las órdenes a los brazos y las piernas- quise vivir de mi trabajo. Maestro de obras. Una construcción aquí y allá me fueron enseñando: inicie desde muy chavo. La fuerza del abandono temprano brinca desde el fondo del infinito para hacer que la necesidad se vaya transformando poco a poco en la obligación de comer todos los días. La torta o los tacos y el refresco para aguantar el día normal. A veces comida corrida. Carnitas suculentas y chelas el fin de semana: luz bajita, música estridente y cueros morenos desbordantes rebozando las tangas. Mariscos o barbacoa los días de fiesta. ¿Han probado las tortas de tamal? Son una maravilla detonante. No me gusta que por eso nos digan que somos pobres: jodidos están otros. Pero a veces uno no se conforma; quiere mas, aunque haya que torear los riesgos por aumentar las posibilidades.

La cabeza aun escurría sangre cuando fue aventada con furia hacia el interior de una bolsa de plástico negro (¡Ah! el abundante plástico tan contaminante). Si hubiera podido habría sentido que estaba embarrada por varios lados con saliva ajena. Las extremidades en otra parte: otra bolsa igual, imagínense. El resto quedaría originalmente descubierto, solo enredado en una retahíla acelerada de cinta canela, pero la sangre sin cuajar es molestosa: ¡otra bolsa! Mi humanidad, que un día fuera y ahora desmembrada, fue cordialmente devuelta y lanzada sobre la banqueta de la misma esquina que hace el cruce de las calles mugrientas de las cuales algunos días antes me levantaran. Secuestro también se llama. Secuestro que no llega a la barra de las noticias, ni a las estadísticas, ni a los reclamos de las marchas de protesta contra el crimen. El cuerpo tirado hecho pedazos es el crimen sin llanto que afecta notablemente la tranquilidad de las buenas conciencias: deteriora la imagen pública para la correcta marcha de la economía. 

El botellón gigante es ahora mi transparente morada. Estoy completo. Desde aquí puedo empezar a entender, mirando a la distancia, lo que pudo ser la vida. Lo que era. Lo que es. ¿Por qué le hice caso a ese que se decía mi compadre? Nadie le bautizo nada a nadie. Pero mejorar mi situación quería. Las obras se suspendían. El trabajo escaseaba. Los patrones no pagaban el salario convenido: argumentaban que el gobierno tampoco liquidaba lo que les debían a pesar de los tramos de las obras avanzadas. Cadena de pretextos que se rompe por los mas baratos. Mi compadre decía que por los mas pendejos. Nos jodian sin empleo y sin la paga. ¿Por qué sufres? ¡hazme caso! Esa no es vida para la gente decente: comiendo cochinadas en vez de ir a buenos restaurantes. Vas a salir de pobre el día que dejes de hacer mezcla y te subas en mi carro. ¿Que tengo que hacer?. Por lo pronto casi nada: te encuentras con un amigo en el lugar que yo te indique, platicas con el por espacio de media hora; una hora máximo. No lo mires a el: te fijas muy bien en todo lo que pase alrededor de ustedes, te vas para tu casa y luego me platicas. ¿Y eso para que?. Pues así de fácil. Por esa primera chamba te vas a ganar lo mismo que te dan por una semana de andar cargando botes de grava. Eso ya no me toca. Como si fuera. ¿Y luego?. Luego ya te voy explicando para que hagas cosas mas complicadas. 

Ni siquiera ahora, extenguido, puedo negar lo tentadora, por ventajosa, que era aquella propuesta. Invitación convincente para empezar a tener vida de jefe. Había escuchado que hay personajes a los que les pagan sueldos monumentales solo por estar sentados hable y hable con la gente. Mi primera experiencia en ese club del privilegio duraría menos de una hora. Y sin la paga correspondiente. Llegue a la cita puntual en la esquina de las calles multimencionadas. Espere impaciente al personaje con las señas indicadas. Cuarenta minutos después (lo se porque los contaba) ya estaba subido en la camioneta a punta de pistola y con la capucha en la cabeza. La misma que después me cortarían. El procedimiento ustedes ya lo saben: empujones, puñetazos, patadas, culatazos y muchos y variados insultos: ¡no te muevas, puto, porque aquí te mueres! ¿cargas arma? Pinche halconcito maricon, esto te pasa por venir de oreja al territorio de la banda. Vas a saber lo que es echarle porras al equipo contrario.

Soy invisible. Etéreo. Nada de eso se puede remediar. Las cosas son como son y hasta parece que estoy componiendo una oda pachanguera. Pero les puedo decir, ahora, que me hubiera gustado que la descuartizada que me dieron tuviera algún sustento. Alguna justificación complaciente con la historia. Con el tiempo lo comprendo. Nunca inicie mi carrera delictiva porque yo no sabia que la estaba empezando en aquel momento. Ni siquiera me dejaron pasarle a mi compadre el primer soplido. Porque no iba a haber ningún reporte: me pusieron un cuatro, supuse. Me usaron de su pendejo, supuse. De carnada, supuse. De pretexto, supuse; de carne de cañón también le dicen. De lo único que estoy seguro es que fue como todo lo demás, sin paga. 

¿Lo sabrá mi familia? No lo creo. ¿Aparecerán mis restos algún día? No lo creo. ¿Me vengara la justicia? No lo creo. ¿Me salvara el fuego eterno? No lo creo. Soy etéreo. Soy invisible. Soy eterno. Soy intocable. Estoy muerto. El botellón esta oscuro. No lo creo. Estoy completo.



Comentarios

Entradas populares de este blog

Sobre el dinosaurio camaleón

México ante la necesidad de un Nuevo Orden Mundial

No hubo “corcholatas”