Campo de batalla

El acomodo universal no es como nos lo platicaron. Los planetas son muchos, más de los que sabemos, y las posibilidades de que caigan sus tales de por allá para que nos conquisten y pongan algo orden en este sufrido planeta son muchas menos. El arreglo molecular, las hélices del ADN y las mitocondrias se portan inquietas, siempre inquietas, temerosas de un nuevo virus desconocido, de una epidemia inventada o de un tipo de cáncer por inaugurar. El telescopio peca de minimalista y el microscopio de transgeneracional. 

Nada se esta quieto. Nada se contrae. No existe la estabilidad. Entrópico es lo que es. Expansivo espacial. Desordenado. Caótico. 

Según avanza el tiempo y el conocimiento se va descubriendo que el modelo explicativo que conocíamos se quedo en puro cuento de hadas; de esas hadas que no tienen madrina. Sirvió, tal vez, para la confusión general pactada, pero ya no. Es inútil por impreciso para navegar por la vida colectiva. Por la vida.

Por la vida, que es como caminar por las calles: andamos con el arrebato, golpeando a chancletazos el piso viendo a ratos hacia el frente sin voltear a los lados. Yo primero aunque traiga el último boleto numerado.

El desorden que da pie para que el prójimo más próximo nos trate a manazos y a mentadas: a un lado wey que no somos iguales. 

Desiguales somos pues: diferentes entre los diferentes. 

Todo régimen vertical y autoritario tiene a la desigualdad como su componente básico, fundamental y necesario; definitorio de su naturaleza: la precisa, la luce, la multiplica. No se entiende sin ella. La función ultima, la razón de ser de cualquier poder, es asegurar y garantizar la preeminencia de la desigualdad económica y social. No somos iguales.
La democracia, por su parte, presupone la creencia de ser la posibilidad política y social más igualitaria. Pero solo es eso: una presunción. En ningún lado lo dice: se supone. Un presupuesto que llega a ser conmovedor por su capacidad de motivar esperanzas y optimismos en los desplazados y los excluidos. Los más desiguales.

A pesar de su origen clásico (griego, pues) la democracia en el mundo moderno es el gran engaño del mal llamado mundo libre de Occidente. La marca de hierro de una monumental estafa a la cual hay que rendirle pleitesía y darle las gracias por tratarnos con la sutileza mágica del ángel exterminador. 

La democracia enmascara a la desigualdad. Le pone un velo de sutileza. También la necesita y la hace vigente solo que este caso lo hace con vergüenza. Debajo de la mesa. No la elimina. Vive de ella y para ella, pero para ejercerla necesita forzarla fuera de las reglas; violando y violentando su propia ley. La democracia es un sistema de moral torcida; de doble vida. No lleva en su naturaleza la posibilidad igualitaria; la utiliza como coartada. 

Sirva preguntar entonces y de paso: ¿es posible la igualdad?

Me quedo sin respuesta fuera de la lengua para que no me vayan a acusar de imparcial. 
En la cancha de la democracia (supuesta, real, incompleta, perfecta, enmascarada o como sea) aparecen los grandes males ilegales que aunque se recriminan de los dientes para afuera, predominan. Se toman un tequila doble en la puerta de la iglesia. No cualquier satanas es capaz de provocar tanta risa. 

Las mafias antiguas y los modernos criminales son solo la parte mas visible de la trama, la manifestación del glamour mediático formada por personajes enigmáticos, aventureros y siniestros pero que suelen ser, a la vez, desechables, intercambiables y sustituibles. Son los obreros picapiedra del crimen; los del trabajo más vistoso, peligroso y sucio. Los héroes del corrido manifiesto; de la veladora perpetua; de la muerte venerada. Son los aventureros que ponen el pellejo por delante y por detrás, dando la cara por el resto de los ilegales con charola. De los desiguales más desiguales. De los otros. De los importantes. Los de guante blanco y manos con gel.

Vamos entonces al mismo festejo... pero cada quien su fiesta. De que podemos, ¡podemos! Podemos, dicen. ¿Que tanto podemos? Porque si aquellos pueden, nosotros también. 
¡Viva la vida, cabrones!

El mundo no duerme; se desvela. 

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