Los sobrevivientes no tienen certeza

Los sobrevivientes se mueren de pereza. Se fastidian por la falta de algún cinturón que apretar, de algún centurión que patear, de alguna nueva sensación violenta que experimentar o de algún tostón que levantar. Ahora se dan cuenta que desaprovecharon la oferta: debieron morir prematuros como anti héroes recordados que permanecer vegetando como villanos olvidados. Pero ya no tienen ganas ni ánimos para recordarlo. Necesitan administrar bien las fuerzas restantes como para desperdiciarlas en golpes de nostalgia.

-¿Mataron a alguien? 
Siempre se les pregunta.
- Solo quitamos la basura de la plaza. Así nos lo ordenaron. Era nuestra tarea.
Es lo que siempre contestan.

Los sobrevivientes no tienen quien les extienda la mano, quien les regale un saludo en la calle o los brinde un rostro sonriente. Los sobrevivientes no tienen quien los recuerde. Es decir... no tienen quien bien los recuerde. Llevan la marca indeleble de aquel año, a la vez glorioso y fatal, en la frente. Para el gobierno en turno - de cada turno- son una carga indeseable con la impaciente espera de que pronto se termine: en la pagaduria se festeja cada vez que, uno a uno, se les aligera. Para sus familiares, cuando los reconocen, significan una vergüenza que se calla y que se esconde. Para el resto de la sociedad son la encarnación viviente de un pasado que ofende. Y que ofende más cuando su sombra se repite una y otra vez por otros que habrán de ser los próximos sobrevivientes.

No hay redención. Nada los redime. Por eso la toman sin fijarse: cada nueva oportunidad que les llega la tratan con la vehemencia juvenil del enamorado sincero frente a la primera novia porque para ellos puede ser la ultima: la última chanza de apostarle a la suerte; porque de suerte se trata lo que sucede: se abrió una nueva etapa: la de subir la pendiente. Nadar a ciegas y con las manos atadas contra la corriente. Si el cuerpo se encuentra atoradas en las ramas de un vado, esta dicho, será puritita suerte.

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