La hora bandida

El estilo abigarrado que me supura, denso, autocensurado, no me permite decirlo de otra manera. Zampar un ¡carajo! condensa pero no dice. La explicación apetece no porque vaya a ser tomada en cuenta sino para que quede constancia que la cabeza no da vueltas a lo idiota. Bueno, si, pero buscando respuestas, o por lo menos una salida de emergencia que no sea una ventana sin corniza para dar el salto directo hacia una cucharada de cicuta.  Es la expresión personal de una sensación claramente compartida. 

Como estará la cosa que el aroma se siente cargado con la combinación de bosque calcinado y una pira humana: apesta. Da miedo que los valedores del planeta estallen en guerra como así en la esquina de casa la mala suerte esté a la espera. El que se siente peor se desquita sin importar con quién y la causa.

El entorno flota en desconcierto. Sabe a desorden. Nadie tiene la agenda: está falto de oscilación cualquier punto de referencia. El caos brilla con variedad y sin lógica: ni formal, ni matemática, ni entrópica, ni cualquier otra. El ambiente pesa. Cada quien trata de acomodarse, si es que puede, con movimientos de loza. Es una de esas etapas históricas que claramente van dejando el pesado pasado palmo a palmo y en cada esquina, pero que solamente anuncian incertidumbre con mucha sordera. Los gritos salen de las cavernas pero no hay quien los atienda. Cada mañana es más confusa y la variedad de opciones, difusa. La tecnología se comporta ajena, casi enemiga. El mundo se vuelve, una vez más, en su propia contra: suicida. La mancha calienta: humea el pavimento aunque llueva. La fruta comunitaria esta agria; dispersa. Caldo de cultivo para el mal humor, para la violencia. 

'Los veré caer' me dije algún día sin tener que saber, necesariamente, que me pueden llevar entre las patas. Es una de esas etapas en las que la polaridad se invierte. Villanos, cínicos y aventureros sin dominio tornan en predicadores, sacerdotes y pastores de masas mientras la razón se pierde extenuada en la noche del olvido.

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