El peor de los mundos posibles

Tómese de la peor manera, como cualquier declaración de guerra. O mejor dicho, como si víctima inocente fuera, aunque desconocimiento de los hechos finja.

Cada cual de los violentos comandos apoltronado en su respectiva trinchera y yo enmedio de las dos calles, parado mirando al cielo que en estos casos siempre se cierra. Hoy prefiere la ventana abierta. 

Vuelan de cada lado las balas perdidas, las encontradas, las que siempre tuvieron destino y las que salieron sin cnsentimiento: son los fastidios los que dan en el blanco. Cae la abulia con su cara nacarada. 

Son casi trescientos los días, sesenta los considerados y el resto para conseguir comida. Si quisiera ser parte consciente de esta maldita guerra ya me habría cerrado la bragueta. 'La cremallera' dicen en lenguaje asceta. Con una botella de vino alcanza sin ser necesario esperar hasta que amanezca. Para dormir cualquier hora es buena.

Todos los conocidos se fundamentan en la creencia sublime de que realmente te conocen: guardan como un tesoro marchito la hipótesis de la primera prueba, arrancan a llorar el futuro que ya vieron en sus desilusiones y doblan la apuesta por adivinarte. Otra cosa es la mariposa sobre la que te trepas. ¡Lárguense a volar que aquí no se usan los retrovisores! 

Los mecanismos insospechados simulan los crujidos de sus reacciones en cadena cuando en realidad medio funcionan con los eslabones agrietados. La corrosión es la expansión suprema de la melodía entrópica: el mejor desorden de la vida. Crece como la espuma, dice la frase corriente, corriendo detrás del último electrón porque la luz se apaga. 

En esas estamos: haciendo gárgaras con el sulfúrico de las estaciones: sirve para ocultar las canas: las quema junto con las neuronas. Si me veo brillar a lo lejos es solo por ser un par de pulgadas más alto que el resto; no por estar más arriba. Arriba de los cerros se agazapa el vigía para avistar las curiosidades de los vendavales que arriban. El billar y el boliche tiene la misma característica: métale los dedos a la bola para que se arrastre o péguele con el palo: truenan a los golpes y no se aguantan el escándalo hasta que llega la policía. Entonces todo es fiesta: sanguinaria pero fiesta al fin: fiesta que cuesta.

Los ejércitos irredentos no se comportan como debieran. Yo soy el irreverente pero son ellos los que me acribillan. Me cuecen la sien a punta de besos con crema. Pura baba de hiel engañosa. Pretenden que los contradiga, que aplique una impropia metodología y que me embarre en mis propias contradicciones para consagrarme como su enemigo eterno, pero yo prefiero ser siempre fiel. Fiel a mis propios enojos. Los comandos que aseguran navegar contentos será porque arriaron las velas mucho antes de que soplará el viento. Se los llevara el mismo. Para eso son los vigías de la montaña, ¿qué no?, me parece que ya lo dije. Entonces que nadie me diga engaño: las batallas que siempre están por venir son muy parecidas a las que ya pasaron: lo único que realmente cambia es la calaña de los vales que las provocan. O sea, los que las cobran porque se repiten los que las pagan.

Pecho tierra no es lo mismo que trágame igual. Que se vaya al hoyo el último de la cola. Lo más prudente es sopesar minuciosamente la micrometrica del delirio que provoca morder, gajo a gajo, una mandarina. Después de partirla.

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