Opio sobre Cuba

Para cuando el extranjero llego a las islas pobladas por los Caribs -clavando en el suelo la espada y la cruz con fin de conquistar tierras y almas-, católicos romanos y ortodoxos rusos ya tenían medio milenio de haber pintado su raya entre ambos.

Otros quinientos años más acá, en calidad de anfitrión ajeno a ese pleito, Raúl Castro vio a sus respectivos jerarcas reencontrarse, con la pragmática mirada de quien siempre ha creído que la religión es el opio de los pueblos. Ironía de la vida. 

Otra vez Cuba, que se las gasta para eso de darse sus ratos como ombligo del mundo. Se dice que esta vez fue mera coincidencia de agendas pero cada parte debió pensar que la neutralidad jugaba de su lado: Cirilo, el patriarca ruso, visitaría la no creyente isla, alguna vez conquistada por sus no creyentes bolcheviques. Francisco, el romano-argentino, en terreno seguro y de paso a la muy creyente Tenochtitlán. 

Durante dos horas el hongo alucinante y espeso de un opio ajeno se levanto para siempre sobre la historia de la mayor de las Antillas. Ajeno porque antiguas creencias coexisten asentadas en la sociedad: el culto sincrético de los Yoruba, la Santería o Regla de Osha-Ifá. Los Orishas, esos que persisten a pesar de las prohibiciones.

Complejidad, siempre, en la cultura de un pueblo. ¿O alguien sigue creyendo que la puede homogeneizar?

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