San Culmacio

No suelo esperar nada en cualquier día de la semana. Menos que toquen a la puerta. Las únicas que de repente se atreven cubren sus cabezas con sombrillas monocromas y reparten panfletos piadosos que se van directo a la basura.

El impulso bullanguero me llevó a recorrer la cortina de la ventana grande, por si acaso estaban por llegar los mariachis. La calle iluminada y solitaria anuncia inconfundible el domingo postdesvelable. Si fuera de otra manera, se escucharían las rueditas plásticas de las mochilas infantes untarse escandalosas sobre el pavimento caliente, mientras las voces apresuradas de las mamás suben de tono en calidad de arrieras. ¡Siempre es lo mismo! ¡Te levantas tarde y no desayunaste! Parece que no fue ayer, porque ayer se nos inundó la misma, la misma que es la calle.

Cuando los hijos se van es hora de poner a tostar las tortillas. Nuestros abuelos acostumbraban limpiarse los dientes con el carboncillo de maíz que despellejaban, molían y no nos importaba. Por insolentes modernos usamos la pasta de dientes. Los dejamos hundidos en su pasado, arrumbados en la poltrona, viendo con incredulidad pasar el presente.

Presente que ya es pasado. ¿Dónde está mi poltrona?

Si no la encuentras búscala por internet. Ahí la fotografían y la venden. Las fotografía no, la poltrona. La pagas a distancia y te la mandan por paquetería. Tarda en llegar una semana.

Si pues, aquí mismo la espero, en el presente, solo, frente a la computadora.

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