Llego la hora

Soy un hombre derribado por sí mismo. Estoy arrinconado en el laberinto de una caverna imprecisa, profunda y oscura. El suelo es de cristal resbaladizo y las paredes están formadas con una especie de polvo de goma vaporizada que no se puede tocar. Se desvanece y vuelve a aparecer. Los canales de gruta se expanden en el sentido hacia el que me muevo. No encuentro la salida donde la haya. Parece que no existe.
El ambiente no huele a nada a pesar de la humedad permanente. Es una liquidez inodora, antiséptica, que se cuela del exterior. Seguramente se purifica en el filtro de las extrañas paredes que me aíslan de lo que alguna vez busque, si es que algo buscaba. Ya no lo sé. Escucho claramente, eso sí, los ruidos del exterior. No son ecos que vengan de ninguna parte ni de tiempos desconocidos. Los conozco bien. Son los sonidos del tiempo real. Todo sigue ahí con su bullicio, llanto y carcajada. Nadie me busca. Nadie me llama. 
La humedad me empapa desde la frente hasta la comisura de los dedos de los pies en los momentos críticos en que la realidad me advierte que tal vez ya no podré salir. Dicen que nadie se resigna a soportar una situación incomprensible hasta que se va a dormir. El sueño puede ser la fuga. Puedo imaginar que esa es la mejor manera de salir: encontrar el rincón más cómodo entre las catacumbas y acomodar la efigie para que la humedad penetre impasible e implacable entre los bronquios y los pulmones haciendo de las suyas. Podría, entonces, dormir el sueño de todos los sueños y escapar.
Pero no, no pudo hacerlo. Por lo menos no aún. Todavía me sobresalto en los predespertares (que eran las madrugadas en aquellos otros mundos que siempre supuse reales) con alguna idea o frase convenientemente acomodada dentro de mi cabeza que me impulsa para escribirla. Me gusta ver cómo quedan las letras y las palabras acomodadas. Como suenan al repetirlas en mi interior, sustituyendo a los prosaicos ruidos de afuera. Es el motivador para seguir despertando: quiero escribir. 
No me burbujea porque tenga alguna historia pendiente que contar que el mundo no conozca o que necesite. Ni siquiera es porque sepa cómo hacerlo correctamente porque no lo sé. Las reglas gramaticales no las recuerdo claramente como a las tablas de multiplicar. Simplemente quiero escribir lo que me ordena la mente. Su mandato me complace.
El mandato no tiene ruta ni destino. Lo único que tengo claro es que no me voy a poner a escribir esas cosas de memorias ni auto flagelaciones. Las pesadillas (cuando las recuerdo) no me inspiran. Nada importa cómo llegue hasta aquí. En todo caso aprovechare lo que aprendí en el camino. 

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