Quitando paja

El mundo optó por una ruta autodestructiva y no parece preocupado por salir de ella.

El punto motivador es el egoísmo. Se lo podemos achacar a la naturaleza pero eso ahora lo dejaremos fuera. Solo veo a los chiquitines que apenas están asociándose con el mundo y arrebatan feroces y a gritos por lo suyo, porque es suyo, a pesar de las inducciones adultas de ser compartidos. Sí comparten pero lo suyo es suyo. Aunque de preferencia, mejor no comparten. Sobre todo cuando el objeto susceptible de compartir solo es para uno.

El adulto le pone malicia al uso del principio egoísta cuando comprende que controlar por sí y para sí lo que es necesidad de todos le da ventajas sobre todos. Si lo quieren y yo lo tengo, se los puedo dar, pero se hincan y me idolatran.

El poder sobre los demás satisface con placer la necesidad egoísta. Poder sobre sus vidas que ha ido cambiando del control directo sobre su cuerpo y capacidades, sobre su necesidad básica de vida al control indirecto de los satisfactores para sobrevivir. Control de la electricidad, control del combustible, control del alimento, control del agua, control del fuego… por eso a Prometeo lo encadenaron los dioses egoístas. Control del aire con su deterioro. Solo podrán respirar los que compren su escafandra con oxígeno embotellado o los que puedan cambiarse de planeta.

La humanidad optó por una ruta autodestructiva cuando aceptó como prioridad todos los privilegios que le dio la tierra, no sólo sobre la superficie sino desde las profundidades de los Veneros del Diablo. El mundo se reconstruyó subido en esa plataforma y se desliza frenético sobre una pista de chapopote. Sacar la conclusión de que la energía no se crea ni se destruye sino que sólo se transforma fue una de las grandes cosas cerebrales que distanciaron a los humanos de sus condiciones naturales originales. Pero que encontrara una sustancia que en los hechos lo demostrara, haciéndose múltiplemente útil para la vida diaria, fue la explosión de arranque para los descontroles de la vida loca que lleva el glamoroso nombre de civilización.

Gas para controlar y usar masivamente el fuego, impulso para los molinos y las turbinas, generación de electricidad, uso profuso y versátil del plástico en infinidad de variantes, motor de combustión interna con anchas e interminables carreteras de asfalto, simbolizan una larga e imbricada cadena civilizatoria que, quien la controla manda. La plataforma sobre la que rueda esta larga historia está asentada sobre llantas de goma. Si el mundo sigue siendo un campo de batalla es por la disputa petrolera. Los jeques petroleros son los que gobiernan los grandes ejes del poder, aunque no todos usan turbante. Las sociedades llamadas occidentales no lo acostumbran; prefieren enfundarse la cachucha beisbolera cuando no la militar.

La ruta del nafta fue tomada por ser la mejor dispuesta en su momento, viable, dinámica y brindada para los terrícolas a borbotones por la naturaleza. Con el transcurrir del tiempo se ha hecho evidente su derivado maligno con el deterioro ambiental del planeta y un disminuido nivel, obvio, de sus fuentes veneras que no son renovables en los plazos generacionales inmediatos. Esa desastrosa circunstancia ha puesto a algunos mal pensados en la disyuntiva de seguir progresando a costos destructivos o regresar a los vínculos primigenios con la naturaleza.

Disyuntiva que pudo haber sido cierta en algún momento, pero ya no lo es.

La progresiva acumulación de conocimiento y riqueza ha hecho posible que ahora se puedan aprovechar fuentes naturales de energía superficiales, profusas, renovables y menos contaminantes, para mantener los actuales niveles civilizatorios e ir por más. El sol y el aire, por ejemplo. Nada menos. Otros materiales y minerales provenientes del subsuelo terrestre y marítimo están siendo ya utilizados como base fundamental de las nuevas tecnologías de la comunicación y el transporte.

El problema de esta gran época expandida por más de un siglo es que la plataforma de nafta reconstruyó al mundo a su imagen y semejanza con una variadísima cantidad de negocios, intereses, patentes, poderes y fortunas que suponen no haber agotado aún su ciclo de explosión antes que pensar en su desmantelamiento para ser sustituida por otra(s) plataforma(s) de energía. Desmantelamiento que los jeques petroleros de toda laya están forzando a que eventualmente suceda solo (y solo sí) cuando ellos mismos tengan el control de las fuentes alternativas. En muchos casos y lugares se han ido apropiando de las aguas utilizables (donde no las han contaminado al extremo y para no hablar de las grandes extensiones de tierras mineras) pero es hora que los grandes océanos siguen ahí, al alcance de todo el que pueda, y no han podido hacerse con la propiedad del sol y del viento.

Las empresas petroleras y todas sus derivaciones prácticas resisten. Se oponen a la utilización masiva de las energías limpias y renovables. Únicamente se las permiten en experimentaciones de alta tecnología en el espacio, fuera de la atmósfera, en algunas investigaciones submarinas, en la modernización de las armas y pertrechos bajo su control y, de manera controlada y limitada, en las nuevas tecnologías de la comunicación.  En garantizar para sí mismos ese control les va la extinción del egoísta acaparamiento que disfrutan ahora. Para soportar esa resistencia toman a su disposición gobiernos, ejércitos y demás cuerpos de coerción, universidades, tanques de pensamiento, organizaciones civiles, medios de comunicación, difusión y propaganda, etc. Van de la invasión directa sobre un territorio con yacimientos petroleros al convencimiento público de que las nuevas fuentes de energía son dañinas porque alteran o matan los ciclos básicos de la naturaleza.

Ironía que solo puede hacer pasar como legítima el cinismo. No se muerden la lengua. Bajo esa circunstancia egoísta-acaparadora del poder y la riqueza no está claro si el relevo energético civilizatorio estará a tiempo, antes de que la intensiva utilización minera y del nafta acabe con el planeta. La polución y el deterioro ambiental -en todas sus manifestaciones- están cargados a su cuenta.
  
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Las guerras y muchas revoluciones del Siglo Veinte a la fecha pueden verse desde esta perspectiva. La causa ideológica, primero, y la cultural-religiosa después, son únicamente la cubierta justificadora de esas confrontaciones provocadas y promovidas intencionalmente para controlar los espacios, fuentes y flujos fundamentales del hidrocarburo. Las coartadas han ido dejando de ser socialmente creíbles y aceptadas, ilegítimas pues, para sobrevivir como simples fachadas en los documentos que dan jurídico cumplimiento a la legalidad.

Si el Siglo Veinte fue conocido, justamente, por ser el de las guerras y las revoluciones con un halo de romanticismo libertario, independentista, democrático y civilizatorio, en el Veintiuno la careta ha sido lanzada por la ventanilla de los acorazados.

Hay una paralela y jugosa industria, por tanto, que está montada en la misma plataforma y que funciona como instrumento antitético con la ideología pero sirve muy útil para los hechos:  la de las armas. La carrera por el petróleo es la carrera armamentista. Junto con pegado. Se sirven mutua y estrechamente. Se necesitan. Una sin la otra no tiene interés profundo. Hasta ahora, porque la autonomía utilitaria de las armas es y seguirá siendo necesaria para los otros controles que el acaparamiento egoísta pretende. El alcance de la monopolización se logra de manera coercitiva, no de otra manera. No es convincente.  Los recursos para su reproducción saldrán de otra parte.

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México construyó su Siglo Veinte sobre la plancha, justamente, de una revolución social. Y el arreglo civilizatorio post conflicto de bañó de chapopote. Un territorio cuya franja importante ha nadado sobre petróleo. Luego un gran productor. En la era creciente de la combustión interna y las carreteras se contaba con el control de una cuota importante de la materia prima para poder hablarse de tu con el resto del mundo. Sobre ese patrimonio que fue dando identidad a la nación se consolidó el Estado Benefactor que, con sus bemoles, impulsó el desarrollo desigual durante casi todo el siglo. No es para hacer apología ya que seguramente otra forma más eficiente, racional y honesta de administrar y utilizar la riqueza petrolera pudo redituar de mejor manera. En cualquier condición, la clave está en tenerla y retenerla para usarla y/o negociarla en un mundo que se volvió más dinámico y poblado pero que se empeña, como ya vimos, en seguir desplazándose sobre llantas de goma.

El gran problema trágico de hoy es que eso se perdió. Se entregó. A pesar de tener aún importantes reservas probadas y probables en el subsuelo terrestre y marino, por diferentes caminos se fue deteriorando deliberadamente la capacidad de producción y uso eficiente hasta quedar fuera de la influencia importante en el mercado. De exportador a importador de crudo, lo cual es el colmo, para no hablar de los derivados. Esta debilidad estructural se ha reflejado en el deterioro de la economía y la sociedad. El acaparamiento y la concentración desmedida de la riqueza hacen la otra parte.

Casi ochenta años después de la Expropiación Petrolera de 1938 México se puede ver a sí mismo como un desastre, mientras el mundo se quiere convertir en un desastre mayor por empecinarse en el patrón- nafta.

Cualquiera diría que la posibilidad está, entonces, en aprovechar la circunstancia para concentrar la atención en el desarrollo de las nuevas tecnologías energéticas, dada la bastedad territorial del país y su gran variedad de climas, vientos, fuentes de agua y zonas soleadas. No hubo racionalidad estatal.  Si hubiera existido no se habría soltado el petróleo y, en todo caso, se habría utilizado para apalancar el fortalecimiento de las alternativas. No hay nada de eso.

México está a la deriva y a merced de los intereses egoístas particulares, incluidos los de sus nacionales que han promovido y motivado esta situación para su muy particular conveniencia como furgón de cola de las grandes empresas transnacionales de la energía, las fuentes primarias, los alimentos y hasta el uso del tiempo libre. Un territorio transitado a destino turístico internacional con lugares y espacios espectaculares a los que no pueden acceder sus propios nacionales.

México es un desastre sin plataforma de soporte ni ruta definida. Así lo proyecta su vida cotidiana, sin entrar en detalles. Porque duelen.

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