Archivo muerto


¿Cuánto de la memoria fílmica documentada del país se perdió para siempre al incendiarse, en 1982, la Cineteca Nacional en el entonces Distrito Federal?. Me lo pregunté en el momento y nunca lo supe a ciencia cierta. Siendo un joven fanático del celuloide simplemente me adapté a la circunstancia, frecuenté la nueva sede y continué disfrutando lo que me ofrecía. Aún así, quedó en mi interior un extraño vacío, más o menos indescifrable, que nunca antes había experimentado. Una especie de incómoda ausencia que, curiosa e inesperadamente, volví a identificar cuando empecé a perder a mis adultos viejos.

Se fueron progresivamente abuelas, tías, tíos y el padre. ¿Qué se llevaron para siempre? ¿Cuánto de su anecdotario íntimo y de nuestra memoria familiar nunca sabremos? Con el paso del tiempo esas preguntas se fueron complementando: ¿Por qué no hurgué más hondo cuando se animaban a mencionar sus recuerdos? ¿Por qué no les pregunté de esto o aquello? Uno cree saberlo todo de todos pero en realidad es sólo una pequeña fracción que es la misma de siempre. Hasta que no hay remedio. Es una de las partes más difíciles del recuerdo. El descuido que peca de desatención y de ignorar la importancia de anclarnos sólidamente en nuestro pasado.

La memoria, la tradición y el anecdotario con que nos quedamos, en lo individual, en familia y como sociedad son, al final, las versiones que los sobrevivientes van rescatando y reinterpretando. La transmisión oral de los hechos, pasada entre generaciones, está en la base de nuestras creencias y de nuestra propia identidad como grupos sociales. Cuando surgió la escritura con ella vino la Historia como la conocemos. Todo lo demás se va al archivo muerto. Con los muertos. Si algo puede surgir como recomendación de la experiencia, es simple: exprime con afecto todo lo que puedas de los recuerdos de tus viejos.

                               

Revisando la web por si hallaba algo extra para documentar esta reflexión me encuentro con infinidad de páginas vendiéndose para guardar o destruir archivos muertos. Los del papeleo. Los documentales. Papel que estará disponible para otros usos o para ninguno. Información sin memoria hasta que alguien la rescate, antes de su destrucción, si es que tiene algún valor o interés hacerlo.

Perdido en ese interminable listado me topé con un interesante artículo escrito por David Huerta y publicado por la revista Proceso en mayo de 1983 cuyo título es, precisamente, "Archivo muerto". El planteo tiene que ver con lo mencionado anteriormente, pero en la dimensión nacional y sobre algo en lo que no había caído en cuenta y que Huerta lo advirtió hace más de 30 años: el registro y resguardo de nuestra memoria histórica, como nación, dejó en algún momento de pertenecernos a todos.

El Archivo Histórico de la Nación tiene su sede en el antiguo (y alguna vez tenebroso y negro) Palacio de Lecumberri. Algunos, no pocos, lo padecieron como prisión desde 1900 hasta 1976. A partir de 1977 otros, más afortunados como estudiantes o investigadores, respetamos sus silencios pretendiendo arrancar algunos de sus secretos en las consultas documentales. Como se sabe, la versión oficial de la Historia surge de los vencedores y de las evidencias que emite u oculta.

Pero su acervo como centro institucional privilegiado de la memoria nacional cambió, -dice Huerta ya en 1983-, cuando llegó el predominio comunicativo e informativo de la televisión. El registro más importante de lo ocurrido en el país en esos años se encontraba, para entonces, en las cintas de video bajo control de manos particulares, en concreto de Televisa, y no de las instituciones del Estado.

Puedo suponer que el cúmulo de información concentrada sobre lo sucedido en la vida nacional en los últimos 50 o 60 años está ahí. Las televisoras son especialistas en difundir la información con el sesgo amañado de sus propios intereses y el de sus aliados. Sólo me pregunto cómo serán rescatadas y articuladas las nuevas evidencias de los hechos a raíz de la proliferación individualizada de memorias digitalizadas con cámaras fotográficas, de video, teléfonos celulares y demás. Cada quien registra y cuenta la historia de la fiesta dependiendo de cómo le fué en ella. Ahora, en muchos casos, las evidencias abundan.

Alvarado, Ver. Construcción del Malecón, 1948

Comentarios

Entradas populares de este blog

Sobre el dinosaurio camaleón

México ante la necesidad de un Nuevo Orden Mundial

No hubo “corcholatas”