De alcahuetes de "izquierda" y sacudidas necesarias


Cuando finalmente fue posible sacar al PRI de Los Pinos quien lo sustituyó fue el PAN, acompañando cambios en el mundo, pero sobre todo después de una larga secuela de luchas sociales y políticas que patearon la puerta del populismo autoritario monopartidista hasta forzar la apertura. Corrían los tiempos calendarios del mitológico paradigma milenario: el año 2000. El cambio era posible ¡Por fin!

Esperanzas chocarreras, frustradas, moduladas por los temporales del individualismo excluyente. Vistas a corta distancia, dados los desastrosos resultados económicos y sociales, se puede apreciar como trocaron en sueños de opio rápidamente despertados a punta de corrupción, saqueo, violencia e impunidad. Palabras que son hoy las de mayor uso en el vocabulario público, acompañadas por la de desigualdad. Extrema desigualdad. Doce años le bastaron a los gobiernos del PAN para mostrar que en la esencia de sus objetivos e intereses no solamente eran más de lo mismo sino que corregido, perfeccionado y aumentado.

Bienvenidos a la nueva normalidad democrática en la que nadie te resuelve el fraude realizado, a la luz y con la ley en la mano, por un gobernante, para no hablar del crimen sobre un hijo reaparecido en una fosa clandestina.


Los hechos son demasiado recientes como para que se borren de la memoria de los vivos, aunque así lo pretendan los abusivos. ¿Qué les hace supones a los panistas encumbrados, nuevamente opositores formales, que la sociedad debe aceptar la circunstancia de hoy como borrón y cuenta nueva para darles el beneficio de la duda y apoyarlos en sus pretensiones de (nuevamente) “sacar al PRI de Los Pinos”?

¿Qué los purifica? ¿El hartazgo inmediato? ¿La desmemoria corta debido a la decepción larga? ¿La inercia histórica en el imaginario opositor nacional de que el PRI es el malo, siempre el malo?

Cualquier cantidad de explicaciones puede tener este mañoso entuerto publicitario que pretende colocar al PAN en el ánimo ciudadano como una opción aceptable para encabezar la transformación profunda de México. Lo insólito es que en ese empeño de engaño estén inmiscuidos destacados personeros identificados como opositores de izquierda en el catálogo formal del espectro político.

Incapaces primero y desinteresados después para presentar una opción de país distinto, con liderazgos propios que se respeten y respalden por el electorado, han hecho del uso faccioso y beneficioso del PRD una agencia de alcahuetería que hoy hace decir a sus socios más ingenuos y bobalicones que sacar al PRI de Los Pinos “como sea” (es decir, en alianza con el PAN) es nada menos que la gran “prioridad patriótica” del momento.

El cogobierno

Desde aquellos días sufridos de 1994 en que el máximo (por maximalista) panista colaboracionista con el PRI salinista, Diego Fernández de Cevallos, se tiró a perder para simular y para no competir realmente por la Presidencia de la República, dejando intactos los entonces muy endebles cimientos del llamado neoliberalismo que se encontraba bajo acecho de una combativa izquierda, en México lo que se ha vivido es un evidente (aunque inconfesable) cogobierno tácito entre el PRI y el PAN.

El remplazo desde dentro mismo del régimen para sustituir al paternalismo autoritario por el neoliberalismo salinista, en momentos de deterioro absoluto de la credibilidad del desgastado partido en el poder, solo fue posible gracias a esa imbricada colaboración de intereses (en lenguaje clásico diríamos de clase) que hizo de la competencia formal entre partidos aparentemente contrapuestos una cortina de humo para construir la verdadera contención al avance de la vertiente más progresista, cardenista y de izquierdas, que avanzaba acelerada por una fuerte movilización social.

Desde entonces hasta ahora. En el inter llegó el 2000 con los dos períodos presidenciales del PAN. Durante esos doce años el PRI les administró la función de opositores leales, frente a una izquierda que no atinó a consolidar un poder nacional autónomo, tanto de la nueva dinámica político-electoral semi (y pseudo) parlamentaria como de sus propios caudillos sobre los que se basó su mayor competitividad, por el todo o nada, en la aspiración presidencial.

Los resultados de esos doce años de gobiernos panistas saltan una y otra vez a la vista de todos en medios de comunicación, estadísticas, análisis académicos, evidencias ciudadanas y redes sociales. Un verdadero desastre nacional que no ha parado, a pesar de la nueva alternancia que sucedió en 2012. Con el PRI de vuelta todo sigue su curso: de mal en peor. Extrema desigualdad con impunidad absoluta es la destructiva mezcla que los distingue.

Los alcahuetes

Por donde se observe, en esta historia reciente no tiene asidero ni sustancia esa agitada retórica que asegura ver en la alianza del PAN con el PRD para las elecciones del 2018 a la única, verdadera y necesaria opción aceptable para que el país pare de tajo esa inercia abominable. Por el contrario, es una promesa que ofrece más de lo mismo, alternancia sin alternativa, pero ahora suavizándola con una cucharada de aderezo izquierdisante.

No tiene agarradera pero tiene explicación. En este largo proceso la izquierda electoral mexicana se fracturó en dos grandes vertientes significativas. La primera, representada por las cabezas de lo que hoy queda del PRD, urgió en el discurso hacia sus seguidores para constituir una alternativa independiente basada en cuadros políticos y liderazgos reales locales, pretendidamente para superar la original dependencia de caudillos presidencialistas. En los hechos optó por usar el atajo para que sus élites pudieran acceder a los espacios de poder posibles, (solo esos, no los aspirables y necesarios para el cambio profundo), actitud muy propia de los burócratas de aparato que mediante la componenda, el acuerdo obscuro y la vinculación subordinada se desprenden de su pensamiento original y de sus bases de sustento, convirtiéndose así en el furgón de cola de ese pacto de gobernabilidad impune. La gran demostración del hecho quedó retratado para la historia en la muy gráfica manera como adoptaron su ingreso formal al acuerdo: quienes firmaron el Pacto por México lo hicieron sin consultar, pasando por encima de sus instancias colegiadas de decisión y de sus reglas internas. Más claro no puede ser. El PRD terminó como legitimador suplementario de lo que decía combatir. Como si fuera necesario. Obvia decirlo: son los mismos que ahora, con interesada derivación inercial (para sobrevivir y conservar su parcela en el juego controlado del poder) promueven con más ahínco la alianza subordinada con el PAN para el 2018. Porque no puede entenderse de otra manera. ¿O acaso se creerán su propio cuento de que podrán negociar entre iguales y el blanquiazul les aceptará una alianza con un candidato que no sea de su propia cuadra?

Todo gira en un circuito cerrado. Los arreglos, desarreglos y enjuagues entre PRI, PAN y PRD son variantes de una misma secuencia conservacionista. El PRD, -por una especie de definición que es más prurito- no haría una alianza formal con el PRI, pero si la haría con quien alguna vez fue su antítesis ideológica, el PAN. ¡Cosas de la vida! Aun le quedaría la variante de presentarse solo, con candidatura propia, lo cual sería explicable si en el combo de las conveniencias mutuas los patrones considera que a nivel nacional al PRD le alcanza para jugar el papel divisionista del voto opositor, tal como recientemente lo ha hecho en el Estado de México.

La alternativa nebulosa

La segunda vertiente se representa en ese conglomerado políticamente ecléctico y socialmente amorfo, -la cara más cruda de la frontal oposición electoral al régimen impune-, que se distingue como MORENA y que orbita en torno a la única, centralísima y poderosa figura popular, populista y autoritaria de AMLO, su fortaleza y debilidad.

A casi un año de que se lleven a cabo las elecciones, en el horizonte no se vislumbra alguna otra opción como alternativa electoral real para romper la compleja tiranía del pacto de impunidad. Sin embargo, aún falta un tramo largo de tiempo para cruzar el pantano. La debilidad de esta oferta electoral es que depende totalmente de un solo hombre. Sin AMLO no es nada y es evidente que esa variable elemental está perfectamente identificada en el radar de esa intrincada y compleja maraña de intereses públicos y privados, legítimos e ilegítimos, legales e ilegales, que se resumen en el multicitado pacto de impunidad. Sin esa variable suelta el juego estaría controlado. Veremos de cual tamaño es el riesgo que los jugadores principales están dispuestos a correr.

Porque el otro hecho incontestable es que abajo, en la sociedad, existe un notorio deseo creciente de sacudirse una situación de marginación y exclusión cada vez más intolerable. Las elecciones se han convertido en las últimas décadas en la válvula de despresurización del enojo social pero no es ni de lejos la única y la historia profunda del pueblo mexicano las conoce. Es el desafío incuantificable contra el que se jugaría la apuesta de mantener el estatus actual “a como de lugar”.

La sacudida

Cómo sacudirse necesitaba el estado de Quintana Roo, ahora lo necesita el país. La impunidad borgista era una más de las manifestaciones de suficiencia autoritaria que se han dado en diferentes estados del país, toleradas por el abigarrado poder central. Su manto protector ha sido ese gran pacto de impunidad nacional que mantiene a la ciudadanía en vilo y a merced de la zozobra violenta, mismo que se gestó al calor del formalmente frustrado Pacto por México pero que en los hechos no deja de ser su circuito de reproducción. Todos uno, solo ellos, para sí mismos. 

La cadena de crímenes, corruptelas y atrocidades de cada día son una realidad asfixiante, incuantificable (por no decir imposible de asimilar) para un ciudadano informado. Apenas sus reverberancias en los medios de comunicación y las redes sociales son las cajas de resonancia del malestar social, que solo atina a multiplicar la queja y a lamentar la tragedia. Las exigencias de verdad y justicia rebotan contra el muro de impunidad, una y otra vez, desde los hitos de Tlatelolco hasta las calles de Ayotzinapa y van a caer, presas del estupor, en las fosas comunes clandestinas que aparecen por cualquier lado del país. 

No pasa nada. Suceden muchas cosas. No pasa nada. La verdad es neblina espesa. Nebulosa. No existe porque se solidifica -se hace piedra- y se desvanece en el aire. No hay verdad que seguir; es despropósito para la justicia. No pasa nada. ¿Qué solo faltan unos pesos medidos en millones del erario público? No existen pruebas. No habrá evidencia que lo demuestre.

Bajo ese gran manto la sacudida quintanarroense (como la sonorense, la veracruzana, la chihuahuense, la neolonesa, etc.) ha sido solo un pellizco para incomodar a la élite abusiva. No pasa nada. No gran cosa. No hay culpables y si acaso los hay, para apaciguar la garganta gritona de la plebe, son chivos expiatorios o pseudo correctivos pactados que dejan intactas las fortunas desaparecidas. Tal vez un tanto reacomodadas.

El pellizco quintanarroense sirvió, sin embargo, para espabilar a los actores locales interesados en el juego del poder y para dar un tanto de oxígeno a la marchita credibilidad en las instituciones y en sus reglas de competencia para disputarlas.

Si para eso sirvió en lo local; que sirva. Todo bajo la cubierta de un hongo alucinante que cubre la pradera nacional. Si las cosas siguen así; si se quedan así después de unas frustrantes y conservadoras elecciones en 2018, tarde que temprano la situación local habrá de involucionar al nada deseable punto de partida. 

La sacudida general, entonces, es necesaria. Tirar las fichas. Patear el tablero nacional y darle una oportunidad a la incógnita para que intente, se atreva, a matar la inercia desestabilizadora. 

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