1967
Entonces
fuimos tecnoglobales por primera vez. No teníamos idea de los alcances que
aquel acontecimiento inauguraba pero era obvio que algo importante estaba
sucediendo. Para entonces ya teníamos televisión en casa, restringida, claro
está, a la programación a la que nos sujetaba el Telesistema Mexicano en manos
privadas.
Aun
así, éramos más asiduos consumidores de la programación radial ya fuera por las
limitaciones informativas y de entretenimiento propias de dicha barra, por los
horarios de uso establecidos por la autoridad familiar y por la concomitante
tradición de mi padre de escuchar la radio para mantenerse en contacto
unidireccional con el mundo, con la música de época y con las infaltables
transmisiones de los juegos de pelota. A mi madre le quedaba en el día la
posibilidad de escuchar las radionovelas. Pero no sólo a ella…
Cómo
no recordar el misterioso y apasionante imaginario provocado por las insólitas aventuras
de Kaaaliiimánn (el hombre increíble), los entuertos de un ladrón de ricos
porfiristas para ayudar a los pobres en la voz de Manuel López Ochoa
interpretando a Chucho el Roto y la inigualable diversión caribeña provocada
por Tres Patines haciendo desatinar a Nananina, a Rudecindo y al correctísimo Señor
Juez en La Tremenda Corte.
La
radio podía ser tan aglutinante y divertida como para juntar a los amigos del
barrio los sábados por la mañana para escuchar el programa de las canciones de
CriCri y algunas veces reír a carcajadas por escuchar las dedicatorias al niño fulano que en realidad era el
nombre de algún maestro de la escuela primaria.
Pero
ese domingo 25 de junio de 1967 algo imperdible iba a suceder porque toda la
familia estuvimos al tanto del horario anunciado para ser testigos de la primera
transmisión televisiva, en vivo y en directo, realizada de manera coordinada desde
diferentes partes del mundo. Apenas cinco años atrás (eso lo vine a saber
muchos años) se había realizado la primerísima transmisión entre los dos
extremos del Océano Atlántico, siendo la Estatua de la Libertad en Nueva York y
la Torre Eiffel en París las imágenes vistas por los telespectadores de ambos
lados.
Ahora
Nuestro Mundo estaría al alcance de una decena de
ojos (seis infantiles) que serían receptores de algo nunca visto, apostados en un
rincón perdido entre el monte y matorrales selváticos del sureste mexicano. Las
Choapas, Veracruz era una región tradicionalmente agrícola y ganadera
transfigurada en una parte de su geografía y demografía por los asentamientos
petroleros, diseminados por toda la zona, y razón de nuestra estancia en el
lugar.
Alrededor
del novedoso acontecimiento se mencionaría insistentemente, una y otra vez,
antes y después, a un ente inquietante llamado Pájaro Madrugador. Con el tiempo entendería que fue uno de los satélites orbitales encargados de hacer posible la magia.
Siempre
tuve muy claro lo que más me había impresionado de aquel extenso programa
televisivo: los Niños Cantores de Viena. Me quedé con la boca abierta
contemplando con incredulidad que unos niños pudieran emitir aquel prodigio.
Después de eso, algo que llamaban Metro
y que significaba hacer transitar trenes debajo de la tierra en Japón llamó
poderosamente mi atención. En tercer lugar, poder ver cantar en vivo a Los
Beatles, ¡desde luego! ¿Qué joven o adolescente sería inmune ante semejante
evento?
Al
día siguiente el programa fue tema en el salón de clases del grupo de sexto
grado de primaria. Verlo había quedado como una tarea obligatoria. Había que
buscar la manera de hacerla aunque no hubiera televisión en casa. Recuerdo
haber sido uno de los primeros en contestar a la también obligada pregunta por
las preferencias: responder que los Niños provocó bullicio y desaprobación en
una buena parte del grupo para el cual Los Beatles no podían tener rival. Lo
recuerdo tan claro como el alto grado de malestar que me provocó: a nadie nos
gusta sentirnos desaprobados por el colectivo y menos a esa edad. Pero así era
mi percepción. Aunque aquella melodiosa canción no la conocíamos (porque fue
escrita por Lennon para la ocasión) del cuarteto
de Liverpool ya tenía inoculado el germen del mensaje y de lo desconocido
que vendría después para aquella generación en ciernes. La vida nos iría
poniendo progresivamente más cerca de Los Beatles y sus significados pero
descubrir a esos Niños Cantores eran otra cosa. No podía imaginar la
importancia de la participación que ahí tendría Marshall
McLuhan quien ya
marcaba tendencia.
Del
segmento mexicano todos nos habríamos manifestado muy orgullosos ¡si señor!
aunque recuerdo muy vagamente las suertes hípicas y los cantos charros de
Antonio Aguilar. Lo más probable es que el nacimiento en vivo de un niño
compatriota (como otros de distintos países que se transmitieron) ni siquiera
me dejaran verlo.
Fue
la manera muy personal de presenciar, como receptor pasivo, el gran salto
universal de la comunicación, base para esa dinámica que hoy no deja de romper
barreras de lo inimaginable.
Era
esa época en la que un chaval de 12 años recibe información confusa pero
determinante para ir poniendo en alerta las antenas y orientando el radar.
Hacia
fines del año, probablemente diciembre, mi padre me lleva con mi hermano a
realizar compra de ropa. Elegí un par de playeras estampadas: la colorida
cabeza de un Caballero Águila Azteca, plasmado de perfil, y la fuertemente
contrastante imagen, en negro, de un rostro barbado, de cabellos largos, visto
de frente y tocado con boina. Dos guerreros, pues. Al llegar a casa la escena
fue electrizante y profundamente incomprensible: con un grado de irritación
rayando en la histeria (como nunca la vi antes ni después) mi madre no estuvo
dispuesta a permitir “que ese comunista entrara en su casa y mucho menos que
sus hijos lo portaran”. Para una vida empeñada en la obediencia, el sacrificio
y el fervor católico era simple y violentamente inadmisible. Tampoco recuerdo
otra mirada de desconcierto como aquella en mi padre. El mío era del mismo
tamaño del de mi decepción. Me arrebataban descarnadamente la posibilidad de un
gusto.
En
octubre habían acribillado al Che Guevara en Bolivia. Antes de fin de año la
imagen en cuestión empezaba a abrir la flor de un mito que hasta hoy pervive. El
fotógrafo cubano Alberto Korda le tomó la fotografía en marzo de 1960, en la
Habana, pero fue públicamente conocida hasta ese octubre del 67, después de su
muerte.
Yo
no tenía la más mínima idea de quien era y mucho menos lo que significaba, pero
ese rostro invitaba a una identidad nueva. Después de todo habíamos sido
educados en el culto a la iconografía de un sacrificado por pretender el bien
de los demás. Si mi padre lo sabía, pareció no importarle, aunque siempre lo he
dudado. ¿Por qué mi madre lo identificaba? ¿Qué creía saber? El poder de la
iglesia. No hay más explicación. Nunca supe del destino de aquel pedazo de
tela. La hoguera por lo menos. Tampoco el tema volvió a mencionarse en casa.
El
mito gráfico mundial del Che llegó en el mismo momento del inicio de la
globalización satelital de las imágenes y desde entonces ambos podían llegar
hasta allá, lejos, a un pueblito perdido e insignificante para los efectos de
las fuentes de la información y los ejes del poder.
Sirvan
las anécdotas entrelazadas como ejemplo visor del mundo que se perfilaba. A la
distancia, la nueva realidad me ayuda a comprender la importancia de haber
palpado ese pedazo de pasado y, en correspondencia, identificar la génesis del
acelerado hoy.
50 años después
¿Hemos
cambiado como especie?
Sin
lugar a dudas.
¿Para
bien o para mal?
Cuestión
de enfoques. El vaso siempre estará medio lleno y medio vacío.
¿Cómo
lo veo?
A
lo largo de la vida he privilegiado la visión y la acción que busca llenar lo
que falta, sin dejar de apreciar y reconocer que por ahí están los avances que
permiten mantenerlo medio lleno. El resultado es que Rousseau y Hobbes,
indiferentes, se entretienen lanzándose dardos eternamente. Ahora cambio la
perspectiva: el panorama y contraste que me permiten la experiencia personal
durante medio siglo me induce a enfocar la atención en aquello que ha hecho
posible la franja vital que se reconoce como avance.
Dos
datos confrontados ponen el relieve:
En
1967 habíamos 3.41 mil millones de habitantes en el planeta y la población
crecía a tasas del 2% anual. Hoy somos 7.55 mil millones de terrícolas,
creciendo al tanto anual del 1.2%. Más del doble en medio siglo ocupando el
mismo espacio territorial, lo cual, por sí solo, me da pistas para entender y
ubicarme en las nuevas condiciones.
El
dato complementario es el de la expectativa de vida: mientras en aquel año la
esperanza promedio mundial de vida era de 56.8 años en 2017 se acerca a los 72
años. Medio siglo y se puede aspirar a 15 años más.
Juntando
los datos se puede apreciar el salto enorme al constatar que, siendo más del
doble de población se aspira a vivir, significativamente, más tiempo.
Aquí
algo ha sucedido. Es lo primero que hay que destacar e identificar porque
detrás de los datos hay un esfuerzo humano relevante.
Lo
otro, es la expectativa que ofrece. ¿A qué costo ha sido posible? ¿Lo consumido
para lograrlo ha generado las condiciones de remplazo para continuar? Se dice
que muy pronto la humanidad podrá aspirar a vivir, en promedio, 90 años y que,
por tanto, abundarán las personas con más de 100. ¿En qué condiciones? ¿Está el
mundo preparando su infraestructura, su economía y su ánimo para sortearlo?
¿Cómo nos imaginamos en próximo medio siglo?
Mundo
de contrastes, claro está, pero buscar respuestas a estas y otras tantas
interrogantes relacionadas puede ser, simplemente, apasionante. El vaso medio
lleno. ¿Se va a mantener?
Esta
es la parte individual, muy personal, del emprendimiento. La colectiva, la que
en causa común convoca a cerrar la brecha de las desigualdades, tendrá siempre
mi solidaridad. De cualquier manera, de la basura que se encarguen tanto el
colectivo Fawkes como los servicios públicos de sanidad y limpieza. Hasta donde
tope y plazca.
Satélites dando vueltas alrededor del planeta o estacionados en plan de vigilancia fija era sólo la parte más cercana de la guerra espacial entre las dos potencias que le llamaban fría. Los objetivos de ir más allá tuvo sus consecuencias: aquel año tanto rusos como norteamericanos perdieron astronautas en el intento. Unos al entrar de regreso en la atmósfera. Otros al querer salir. El caso es que la conquista del espacio era parte esencial del estatus que los terrícolas debíamos consumir. El que primero llegue a la luna, gana.
Y mientras en los senderos del sudeste asiático la guerra no estaba tan fría. El pacifismo con el que fuimos creciendo tenía nombre: Vietnam. Más claramente: ¡Yankees go home!, mientras madres y padres de los yankees le gritaban a su propio gobierno: traigan a los muchachos a casa. Valiéndole un comino, ese año el gobierno norteamericano se dio vuelo haciendo estallar bombas atómicas experimentales en los sótanos geológicos del estado de Nevada.
La fiesta por la paz y contra la guerra la ponían los músicos. El rock. Todo era reclamo de amor para una nueva generación que, casi por definición, se oponía a la guerra, a las dictaduras y a todo tipo de violencia. Hasta que la violencia institucional mostró que las cosas no serían exactamente así. Pero eso vino después. The Who, los Doors, Cream, Rolling Stones, Procol Harum, Pink Floyd, Velvet, Jimi Hendrix, Bob Dylan, entre muchos otros, empezaron a completarle las planas a los Beatles, cargadas con melcochosas canciones de amor que, estridentes, sonaban a gritos de desafío generacional. Cualquiera se emocionaba.
Uno los escuchaba, ¿que más?. La radio estaba ahí, adaptándose a una primigenia tendencia globalizadora de amalgamamiento cultural, sin que tuviéramos ni mediana idea de lo que aquello estaba inaugurando.
Y aquel mismo año, también, verían la luz por lo menos cuatro libros que algunos años después tendrían la función de puentes culturales hacia nuevas formas de decir las cosas: La broma de Kundera, Cien años de soledad de García Márquez, Los cachorros de Vargas Llosa y El mono desnudo de Morris.
Supimos entonces que la ciencia se atrevía a incursionar en puntos sensibles. Si al amor se le liga con el corazón; al corazón hay que asistir: un doctor de sudáfrica llamado Christian Barnard se atrevió a realizar el primer trasplante de corazón humano. El éxito parcial del intento, porque el paciente murió a los pocos días, lo catapultó al infinito. Los humanos estábamos decididos a buscar las formas de vivir más y mejor. Paz y amor.
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