El juicio a las armas

Tantos aspavientos de protagonismo activista para organizar acciones en favor de la paz, para terminar en esto. Protagonismo de autoconsumo, claro está, porque a la mera hora ni una actividad que trascienda para que la sociedad se impregne de la posibilidad de vivir una paz activa y segura y no la sobrecogedora paz del miedo. La paz de los sepulcros como se dice socarronamente desde el porfiriato.

Frente a ella, las llamadas al templo de las lamentaciones y las remembranzas no tienen mayor importancia. Pura verborrea de quienes se pavonean al presumir su alta capacidad para perder el tiempo. Los puntos centrales la inseguridad y la violencia, como la instrumentación, comercio y tráfico de armas, no los tocan ni con el pétalo de una consigna.

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Cuando se realizan juicios por violencia armada son precisamente las armas las que siempre resultan absueltas. Quienes las usan serán los condenados o no. Suena absurdo pero es que así es la vida. El instrumento no tiene la culpa, porque es sólo eso, un medio. Quien debe hacerse cargo es únicamente quien lo usa, como si los fierros salieran de la nada.

Las noticias nacionales reportan cotidianamente acribillados aquí y allá,  elevando progresivamente las acciones de fuego letal. Lo mismo dicen los reportes locales, adjudicando el uso de las armas a particulares que no tendrían alguna autorización o razón oficial para portarlas. Bandas de jóvenes procedentes de barrios pobres atacan o se matan entre sí en nuestros países (para no ir más lejos).

¿De dónde salen tantas armas? ¿Por qué pueden llegar tan fácilmente a manos de cualquiera que se lo proponga?

Un tipo con capacidad económica y condiciones legales para hacerlo se adjudicó la capacidad de fuego de alto poder suficiente para acribillar, el solo, a una multitud en Las Vegas coronando su divertimento con medio centenar de muertos y casi medio millar de heridos. Si ese pequeño arsenal hubiese sido utilizado por varios individuos a la vez la cosecha de muerte estaría multiplicada.

Lo que ha generado el hecho –una vez más y, como suele suceder, de manera momentánea- es que se ponga en cuestión la facilidad norteamericana de permitir la venta legal de armas a los ciudadanos. Discusión que aborda el tema a medias porque la principal ganancia de los comerciantes legales está en hacerse de la vista gorda para que sus productos trasciendan al tráfico ilegal.

Tan simple como el hecho de que también aquí, donde no es legal adquirirla como cualquier hijo de vecino, también es fácil conseguirlas y portarlas. Para confirmarlo no es necesario esperar a las noticias de mañana para enterarnos que hoy mismo le ajustaron la cuenta a una cabeza (por lo menos), en un barrio marginal, con un par de plomazos.

Vaya a una sucursal local de cualquier banco y observe. En algún momento podrá ver, haciendo transacciones en una caja, a alguien con el notorio abultamiento en la cintura propio de una pistola al cinto. O se topará con una señora al salir, acompañada por un tipo que hará ostensible su rostro mal encarado y la escuadra disponible.

El negocio de las armas, que no es cualquiera, no apuesta por la paz, desde luego. Pone su mira en la posibilidad de que cada individuo mejore su capacidad de agredir o de defenderse. Un reporte de la ONU presentado en 2001 reconoce que existen armas pequeñas y ligeras suficientes para tener una por cada 12 personas en la Tierra. Seguramente la relación se ha modificado en los últimos 16 años.

La muerte violenta tiene permiso. Cualquier oda a los dioses pacificadores que omita poner la atención en esta dinámica económica es mera expiación de la culpa. 

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