Pueblo de caudillos



Sin el caudillo institucionalizado, la silla presidencial, el PRI dejó de ser. Después de la sustitución panista durante dos sexenios, la agonía se prolongó durante seis años más por el arribo distorsionado a la presidencia, en 2012, de uno de los suyos que no era ni es un líder fuerte, mucho menos caudillo. Fue la ocasión propicia final para cambiar el estilo de gobierno centralista, así como las bases del ejercicio y de la transferencia del poder. Al no ser entendida la oportunidad, ni siquiera fue intentada.

Por su parte, al perder a sus caudillos fundacionales y pre-presidenciales el PRD dejó de ser. Fracasaron los intentos de institucionalizar y consolidar la vida partidaria basada en los equilibrios de fuerzas entre coroneles, corrientes estructuradas y grupos internos de poder. El ejercicio de la política, como instrumento privilegiado de entendimiento y conflicto entre pares-diferentes, fue desechado. Mediante la "supresión del otro" se fueron quedando solos los lombardistas-talamantistas -y aliados de camino- y, como todo proyecto político que han tenido en las manos, lo trituraron con sus ambiciones personales desmedidas.


Oportunidad perdida

Así unos y otros. La oportunidad que brindó el interregno de no-caudillos durante tres sexenios (2000-2018) fue rapazmente desaprovechada. Era la ocasión para establecer un sistema político cimentado en los partidos, basado en nuevas reglas para el acuerdo y el disenso, en los equilibrios entre pares diferentes, en la alternancia sin rupturas, la separación efectiva y respetada de poderes, y, en fin, en una nueva institucionalidad republicana cuyo vértice no fuera la silla presidencial sino el parlamento.

Pero no. PRI, PAN y PRD, los principales responsables, optaron por sucumbir frente al peso histórico de la imagen nebulosa del Tlatoani (cada cual a su manera), aunque jerarca real e incontestable nunca lo hubo (¿Fox?, ¿Calderón?, ¿Peña?). La silla venerada sin contenido pasó a ser pretexto de un ritual a su alrededor, dejando de motivar el respeto y las lealtades que antaño suponía. Pugnar por ella se convirtió en un mero arrebato vanidoso.

Optaron por un acuerdo, sí, pero de impunidad. Un acuerdo mafioso para el reparto del saqueo de cargos y recursos públicos, prebendas y presupuestos, mismo que adoptó temporalmente la forma de Pacto por México pero que nunca tuvo la intención de rehacer el entramado institucional que diera carpetazo final al presidencialismo.

La clase política, en conjunto, se instaló en el confort del atraco y la impunidad hasta el exceso. Hasta que el exceso mismo de los más voraces escandalizó a los excedidos. Huelga repetir todo lo que se ha dicho sobre el deterioro de la paz pública, de los niveles de vida y del tejido social.

El hecho es que, frente a la sociedad, en ese lapso se incrementó exponencialmente el desprestigio de la política en general, de los políticos como entes indeseables y muy especialmente el de los partidos.

Lo que no fueron capaces de hacer, por sí mismos, los partidos políticos, sus poderes y sus instituciones, lo salió a demandar la sociedad por vías conocidas: tomando las calles a veces, denunciando mediante todos los medios a la mano y, cuando pudo, echándolos del poder (en este caso de manera pacífica en las recientes elecciones).

El vacío que dejan los partidos lo viene a llenar de manera contundente, otra vez, el caudillo. Estuvo ahí, sigiloso y persistente, progresivamente construyéndose y reinventándose. Regresa con el apoyo masivo e incuestionable de esa sociedad desencantada.


El caudillo está de vuelta

AMLO identifica como sus referentes a emular a personajes como Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas pero parece llevar en las venas la carga determinante de aquellos que, para bien o para mal, han optado y sabido imponer su voluntad por sobre los demás. Los caudillos tienen una vena propia en la impronta histórica que explica lo que somos como nación, hasta que se hizo silla presidencial. Pocos exitosos y abundan los fracasados. Obvio nombres para no errar por omisión.

El caudillo sabe en dónde está y deja sentir que sabe lo que la gente (“el pueblo”) quiere. El contexto histórico reciente explica su discurso y lo reivindica al oído de millones de seguidores. El resultado desastroso del período partidista lo justifica plenamente.

Explica, por ejemplo, su confrontante y mordaz respuesta hacia los consejeros del INE frente a la multa impuesta a Morena por el supuesto uso indebido de un fideicomiso durante el período de campañas. Parece querer destruir a la institución encargada de arbitrar la competencia electoral. ¿Ese es el destino que le espera a las instituciones de la república con el nuevo gobierno? ¿A los tribunales también? ¿Y la división de poderes? Se pregunta más de un observador.

El hecho es que los consejeros del INE no son autónomos como no lo son los miembros de otros organismos públicos “autónomos”. Son la extensión misma de los partidos. Llegaron ahí por recomendación de los institutos políticos mediante el reparto de cuotas.

El tema es serio, entonces. Derribar las instituciones de un régimen que se ha hecho viejo por su desgaste malsano parece necesario. Ineludible si se quiere hacer un cambio verdadero. La duda es si el relevo de la partidocracia será efectuado por la personalísima autoridad del caudillo o si se van a crear los mecanismos republicanos, democráticos y horizontales para ciudadanizar la vida pública (lo cual es la negación misma, el suicidio del caudillo).

En este caso mi apuesta apunta hacia la opción que marca la tendencia: la primera. El caudillo habrá de predominar.

No es fenómeno autóctono ni descubrimiento nuevo. Los “hombres fuertes” y las “damas de hierro” van y vienen en el ejercicio del poder público en el mundo. Incluidas las sociedades democráticas occidentales modernas donde muestran su respeto formal a la coartada constitucional e institucional pero prefieren moverse sin riendas republicanas y sin contrapesos. Están ahí para el ritual pero cuando les estorban las confrontan, las desechan o simplemente las ignoran.
Bajo Reserva - El Universal

El caso emblemático del momento es Donald Trump quien a pesar de los desfiguros internacionales rampantes, la ignorancia prodigiosa y la falta de respeto por sus propias instituciones y tradiciones mantiene los mismos niveles de popularidad que cuando fue electo. El caso más cercano a nuestra idiosincrasia -acostumbrada a lidiar y sobrevivir con mandamases autoritarios- es el de los rusos con Vladimir Putin quien se trepa una y otra vez sobre el poder con la complicidad ciudadana. Por algo ambos se dejan ver como que se llevan muy bien.

El hecho está aquí. El caudillo mexicano está de vuelta. Y es lógico (porque esa es la lógica de los caudillos) que se proponga perdurar mientras considere que su tarea no está cabalmente cumplida. Nunca lo está.


El caudillo tiene prisa

Propios y extraños le piden pausa y prudencia y contesta metiendo el acelerador. Le sugieren delegar y no tiene empacho en demostrar que controla todo: iniciativa política, agenda, partido (y próximamente el gobierno). Si sus iniciativas y cambios tienen éxito frente al electorado, la ciudadanización que no fue y las oposiciones-contrapesos tendrán que esperar. Existirán porque son pero se quedarán en el estrecho circuito de la periferia: lo que resiste apoya.

Eso es en cuanto a las formas de ejercer el poder.

La otra duda que emerge -en términos organizativos y de las reglas del juego para la disputa política- es si el caudillo y la silla se volverán a fusionar permanentemente. Esto es, si estamos ante la posibilidad de que se implante una nueva hegemonía partidista que regrese a la preeminencia absoluta de la figura presidencial, la silla, sin importar quien la ocupe.

Dicho en las palabras ligeras de los detractores de Morena: ¿es el regreso del PRI original, nacionalista-revolucionario-paternalista-autoritario?

Mi respuesta es negativa.

Las condiciones para la implantación del partido hegemónico casi único no están presentes. Morena sin AMLO no es. Lo será mientras él esté.

Seguirá siendo si el caudillo es relevado por otro caudillo que surja de ahí mismo, de sus propias filas, pero, fruto de un liderazgo personal o de otro hartazgo social, ese nuevo caudillo también puede emerger de donde sea: de la nada organizativa, de las entrañas del pueblo o del aparato burocrático sin importarle el partido, como ha sucedido en otros lugares.

Puede ser, en contrario, que el caudillo sea superado por otra vuelta de tuerca democrática y republicana que se contraponga a su voluntad.

Puede ser (solo porque son mis deseos que me gustaría ver) que el caudillo se inmole políticamente; que se niegue a sí mismo, aprovechando su propio poder, para dar cause a los cambios que necesita el país, desde ahora, en una república democrática y plural, parlamentaria y ciudadanizada.

Pero bueno…

Cualquiera de esas opciones será un capítulo posterior al que apenas está por escribirse.

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