Paradigmas en crisis

Los populismos autoritarios, desde cualquiera de sus flancos, son hijos legítimos del liberalismo económico, ese del libre mercado a ultranza y sin regulaciones externas; el que supuestamente se equilibra por sí mismo y puede traer, tarde o temprano, buenaventura para todos. Las veces que ha sido política económica oficial de los Estados centrales ha terminado en desastre para la humanidad.


Primero como liberalismo clásico, derivado de la primera Revolución Industrial, finalmente desembocó en la carnicería de la Gran Guerra, la crisis económica general de la Gran Depresión en los años treinta, los nacionalismos extremos y la locura genocida y supremasista de la Segunda Guerra Mundial.


Un desastre humano que, desde entonces, mentes claras como la de Karl Polanyi adjudicaron a la responsabilidad de “la utopía del mercado autorregulado”. La libre competencia y el libre mercado no pueden solos. No ofrecen nada bueno general.


Hubo, entonces, dintervenir el Estado en la economía para equilibrar las cuentas, dinamizar al capitalismo, generar empleos e incrementar los ingresos de las familias. El llamado Estado de bienestar capitalista.


Entonces estaba viva y actuando otra alternativa. La revolución bolchevique de 1918 y el nacimiento de la Unión Soviética (de China comunista después y otros más) generaron la expectativa de que era posible otra intervención estatal en la economía, más representativa, horizontal, redistributiva y generosa: la del Estado socialista. Ocasión histórica para demostrar, en los hechos, la viabilidad de la teorización marxista sobre la lucha de clases como el motor de la historia y su desembocadura inevitable en la emancipación proletaria, así como la de Lenin de hacer posible lo anterior mediante la dictadura del proletariado sobre sus clases opresoras.


Fue el tiempo de la Guerra Fría, con los calores de guerras locales y revoluciones tratando de arrebatar a las desigualdades de la propiedad privada un mundo mejor.

Hace más de 40 años que los hechos tomaron otros rumbos. Se cayeron los estatalismos, tanto el capitalista como el socialista “realmente existente”. Se cayeron con el Muro de Berlín, con la desaparición de la URSS y con las crisis recurrentes de los sobregiros capitalistas, sus deudas exorbitantes y sus inflaciones.


A pesar de haber reprobado la prueba de los hechos, la utopía del mercado autorregulado regresó por sus fueros, ahora bajo el signo de Neoliberalismo. Sin nada enfrente que se le opusiera como alternativa. Coincidió con la nueva revolución tecnológica e industrial de la automatización, las telecomunicaciones, los flujos mercantiles y financieros, y la robótica, que dieron pie a la llamada Globalización de la economía.


Nuevamente el desastre. El libre mercado no puede por sí solo. Es una utopía. La crisis financiera de 2008-2009 la venimos arrastrando hasta estos días. Otra vez nacionalismos extremos. Otra vez el cierre de los flujos internacionales (hoy llamados Globalización). Otra vez populismo autoritarios. Otra vez disminución de las democracias en el mundo. Otra vez genocidios. Otra vez guerras que amenazan con generalizarse, pero ahora en modo nuclear. Para atemperar la situación los Estados capitalistas centrales han tenido que volver a intervenir en la economía, como nunca desde la Segunda Guerra, a pesar de sus propios deseos y convicciones.


Pero a diferencia de lo sucedido el siglo pasado ahora no hay en el horizonte una alternativa viable, práctica e influyente. La opción socialista real, basada en el pensamiento marxista-leninista, tampoco ha pasado la prueba de los hechos y entra, para efectos prácticos, en el campo de las utopías.


Creo que a eso se refería Juan Carlos Monedero cuando, en el marco de las reuniones del Cuarto Encuentro Nacional de la Unidad de las Izquierdas, señalaba contundente la sentencia de que la izquierda, esa izquierda, se ha quedado sin referencia histórica; sin alternativa hacia el futuro. A manera de defensa esperanzadora acudió reiteradamente a la máxima de Gramsci de que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Me parece solo eso, una frase de soporte anímico sin contenido.


La realidad está ahí. Los paradigmas esenciales del liberalismo económico y su versión neoliberal, tanto como los del socialismo marxista-leninista, no están siendo la guía para los reacomodos del mundo. Están fuera de la escena.


Se podría decir, incluso, que la crisis es de la hegemonía del pensamiento occidental, en sus diferentes vertientes, cuya matriz surge de la Revolución Industrial, las revoluciones liberales británica y norteamericana, la revolución francesa y, poco después, la revolución bolchevique.


Por contraste, el creciente protagonismo de China en el tablero económico mundial pone de manifiesto la nueva realidad. Se mantiene ideológicamente comunista, con economía abierta, participación y regulación fuerte del Estado, partido único y sistema político cerrado. Ha sido la gran beneficiada de la globalización de los mercados y de la competencia económica, comercial y financiera internacional. ¿Cómo le llamamos a eso? ¿Socialismo de mercado? ¿Es un “modelo” que habrán de seguir quienes quieran hacerse fuertes?


Para contrarrestarla y competirle en tecnología, innovación, producción y conquista de mercados, los países capitalistas centrales, especialmente el Eje Atlántico, se cierran en tono nacionalista y se han visto obligados a intervenir, invertir y regular sus economías como nunca. ¿Cómo le llamamos a eso? ¿Capitalismo de Estado? ¿Están en decadencia los Estados Unidos y occidente?


Es el contexto en el cual los protagonismos internacionales se fragmentan y se regionalizan con paradigmas de pensamiento distintos a los occidentales: los BRICS, la región de Indochina, la de Asia-Pacífico o la de Oriente Medio. Y cada cual, progresivamente, irá tratando de influir en las otras. La tendencia es evidente.


Teorizar, desde la izquierda, para actuar sobre esta nueva realidad no es asunto sencillo, pero es cada vez más necesario. Sobre todo, cuando se logra ser y hacer gobierno. Nuevos paradigmas y puntos de referencia tendrán que surgir.


Lo que está claro es que no se podrá entrar de lleno en el Siglo XXI solo con la experiencia adquirida durante el Siglo XX y el pensamiento del Siglo XIX.

 

 

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