Venezuela: para los duros Maduro ya está podrido

Nicolás Maduro llegó a la cumbre del poder en Venezuela en 2013 por la voluntad única y expresa de su antecesor, el moribundo comandante Hugo Chávez. Le transfirió la autoridad mediante una petición expresa a su pueblo. A partir de entonces, apoyar a Maduro era apoyar a Chávez. Votar por Maduro era votar por Chávez. Acompañar a Maduro era acompañar a Chávez.

La formula funciono desde entonces: el chavismo se alineó detrás de Maduro. 

Así, durante los 25 años transcurridos desde que Hugo Chávez llegó al poder y aún después de su desaparición, surgió y se afianzó una nueva élite política, económica, militar y policial (a la que genéricamente se le denomina Chavismo) mediante un sólido y consistente entramado de distribución de funciones, lealtades, compromisos mutuos e intereses.

El Chavismo se ha mantenido cohesionado para resistir y consolidar lo que se fue constituyendo como un proyecto común, a pesar de las presiones internas de la oposición y de las sanciones internacionales que cuestionan sus métodos. 

Nicolás Maduro, el heredero, ha sido la cara pública (y en muchas ocasiones el pararrayos) de ese poder. Su tarea fundamental ha sido alimentar y conservar la lealtad de su base social mientras se extiende el legado del caudillo y se consolida el proyecto del Chavismo.

Sin embargo, parece que el crédito de lealtad y confianza que hacía posible cumplir con esa misión se ha agotado. La herencia y la memoria de Chávez no fue suficiente para superar con éxito las elecciones presidenciales del 28 de julio del 2024.

Eso ha puesto al Chavismo en una condición indeseable y, aparentemente, inesperada porque las dificultades que ha tenido para seguir convenciendo sin mostrar pública y de manera creíble los resultados electorales favorables, estarían indicando que el respaldo mayoritario de la población, que alguna vez le fue incontestable, ahora está en franco agotamiento.

Hay un hecho que sorprende: el régimen tiene bajo su control todos los hilos del juego electoral: el diseño del proceso, los medios de comunicación, las fuerzas del orden, el árbitro de la competencia, el poder legislativo y el poder judicial. Incluso, la potestad de facto para decidir quién puede participar y quién no. A diferencia de lo sucedido en 2018, la oposición decidió jugar bajo esas condiciones, lo cual abrió el margen para dar legitimidad a la contienda. Y aún así están en duda los resultados oficiales.

Los que faltaron fueron los votos suficientes e incontestables.

Ahora el Chavismo está atrapado en una situación inesperada -que apunta para crisis institucional- debido a un manejo descuidado y a un cálculo político equivocado. Ello seguramente tendrá un costo para quienes sean los responsables. Será en su momento porque, antes de cualquier cosa, lo que tiene que hacer es estabilizar la situación, procesar la crisis sin perder el control del país y sin cerrarse todas las puertas.

Lo que resulte estará dependiendo de la forma en cómo los factores reales de poder en el Chavismo decidan procesar la crisis, hacia su interior (en un previsible ajuste de cuentas y reacomodos) y de los modos como lo presenten hacia afuera: hacia la población, frente a la presión de la oposición (en este momento empoderada con los resultados) y de cara a la observación internacional.

¿Se equivocó un confiado Maduro bajo el supuesto de que todo estaba bajo su control? Si es así, él podría ser la pieza sacrificable para darle una solución a la crisis. Finalmente es la imagen pública en cuyo rostro se personifica el enemigo que los contrarios quieren vencer.

Habría terminado, así, su función como heredero del caudillo; como la extensión de su liderazgo. 

De darse la solución en ese sentido (y los grupos reales de poder la logren inducir, conducir y controlar) Venezuela estaría ante la circunstancia de entrar a la etapa definitiva del Chavismo sin Chávez.

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