Cogobernar con el picaporte
No sé si es parte de la infelicidad
que en el ambiente se respira, pero es notorio que la ilusión por la democracia
está a la baja. El título del libro más reciente del investigador y analista
Mauricio Merino sintetiza el tamaño de la desazón que ronda en el ánimo de
muchas almas: “El futuro que no tuvimos:
crónica del desencanto democrático”. Da cuenta del rápido deterioro de una
esperanza.
Por su parte, Luis Carlos Ugalde,
-Consejero Presidente del IFE durante la desastrosa elección federal de 2006-
ha dado su versión desde 2008 en “Así lo
viví, testimonio de la elección
presidencial de 2006, la más competida en la historia moderna de México”,
en cuyas reseñas se advertía: “es la historia del descalabro político y
electoral más importante de la joven democracia mexicana. Es la historia, se ha
dicho con agudeza, de una democracia sin demócratas”. Hace unas semanas, Ugalde
ha presentado su nuevo libro “Por una
democracia eficaz, radiografía de un
sistema político estancado, 1977-2012”, ocasión en la que arremetió en
contra de lo que, dice, son los principales obstáculos para la democracia y,
por tanto, para el IFE: los partidos políticos. Cada quien se descorazona a su
manera.
Pero hay otros actores
principalísimos de la aventura nacional llamada “transición democrática” que
bordan con aguja parecida. Caso de José Woldenberg, algo así como el padre del
IFE, quien junto con Pedro Salazar y Ricardo Becerra en el prólogo a la cuarta
edición de su obra colectiva “La
mecánica del cambio político en México” ya daban cuenta de su desencanto
por la transición frustrada: vieron con preocupación “el surgimiento de
enclaves autoritarios en el ámbito local y municipal” con “derivaciones no
previstas y no deseadas”: limitación de los poderes del Estado y el predominio
de los poderes “fácticos y salvajes” tanto de grandes grupos empresariales como
del crimen organizado; con el obstáculo más profundo para cualquier democracia:
la escandalosa desigualdad social. “Sin cohesión social no hay democracia que
se mantenga”. Era marzo de 2011 y ya les resultaba obvio que “…no es posible
ser optimistas cuando se trata de imaginar el destino de la democratización que
narramos en este libro.” Palabras premonitorias: en 2012 los poderes fácticos
arrebataron a su antojo los gajos de una democracia que no había logrado
amalgamarse.
La luminosa transición a la
democracia, tan prometida y tan poco cumplida. Envilecida. ¿Qué tenemos,
entonces? ¿En qué definición politológica nos hemos colocado a punta de
engañarnos con el supuesto de que hemos aterrizado en una normalidad
democrática estable?
Ya no estamos ante el presidencialismo paternalista-autoritario
de la vieja era priista, a pesar del regreso del PRI. La coexistencia de gobiernos
con influencia de partidos políticos distintos ha generado los llamados “gobiernos
compartidos” que son una especie de
equilibrios políticos muy inestables y extraordinariamente reversibles debido a
la alta concentración y manipulación de los presupuestos desde los niveles
superiores: en los estados y municipios se dio pie al resurgimiento de los
cacicazgos y los clanes como factores hegemónicos de poder. Por su parte, el
parlamentarismo se quedó muy lejos, en el horizonte, como sistema político
deseable: el poder legislativo es el crisol en el que se maceran y se hierven
los temas pero los acuerdos se cristalizan en la mesa chiquita, en otro lugar y
no pocas veces al margen de los legisladores. Por eso tampoco podemos afirmar
que tengamos un semi parlamentarismo que permita contrapesos reales.
Me parece que estamos más cerca del
llamado semi presidencialismo y
aventuro la propuesta de llamarlo presidencialismo
compartido… con los partidos políticos.
“El poder no se comparte” se dirá
y nadie lo pone en duda; menos tratándose de los poderes reales. Pero si le
damos una hojeada al ejercicio del poder
institucional en México (no a los discursos o a las propuestas de reformas
políticas y electorales), una vez que la pluralidad electoral adquirió derecho
piso después de los cuestionados comicios de 1988, nos vamos a encontrar con
ese fenómeno:
Primero, el PRI necesitó de la
legitimación que el PAN le brindó a cambio de las que se conocieron como “concertacesiones”.
Cogobierno con derecho de picaporte.
Después, fue el PAN quien requirió
de los favores legitimantes del PRI durante 12 años de gobiernos desastrosos: a
cambio, el PRI mantuvo su estructura corporativa, sus espacios territoriales y
el refaccionamiento económico que han hecho posible su regreso. Cogobierno con
derecho de picaporte.
Ahora, el PRD es el factor
necesario para dar legitimidad –en el contorno del Pacto por México- al
cuestionado regreso del PRI y, eventualmente (mientras sea útil), a la
operatividad del gobierno que inicia. Cogobierno con derecho de picaporte.
Todo indica que mientras más débil
es un gobierno, pero, sobre todo, mientras más cuestionado –y por lo tanto
ilegítimo- es su arribo al poder, más requiere de este procedimiento para
transitar.
Dato notable: en ese período de tiempo todas
las veces que los gobiernos han necesitado lavarse la cara frente a la sociedad
y ante al mundo por una ilegitimidad de origen, después de elecciones
cuestionadas por fraudulentas, han sido en competencia contra candidatos de las
izquierdas. Ni casualidad ni ironía de la vida.
Se puede aducir que, a pesar de
eso, la pluralidad en la democracia se trata de crear los contrapesos y los
equilibrios; de la política como diálogo y de la búsqueda de los puntos en
común y los acuerdos. Como axioma del democrático mundo occidental, desde luego que así es.
El asunto primero es que esos
acuerdos nunca van en el sentido de la resolución institucional del problema de
origen: la inequidad y la validación del fraude (por muy novedoso y sofisticado
que sea). Además, lo que aquí quiero destacar, esos acuerdos se establecen
mediante mecanismos y en lugares al margen de los tradicionales y plurales en
las democracias modernas: los parlamentos. Es el ejecutivo acordando con los partidos
políticos (sean sus cúpulas, burocracias, camarillas, jefes políticos o “dueños”).
Distorsión de la democracia formal que en vez de asentar una nueva normalidad la pervierte. Las
instituciones como el IFE empiezan a perder valor, a quedar al margen y, lo que
es peor, a ser involucradas en el desaseo de negociar la representatividad
plural. Cada quien su parte.
Es lo que llamo Presidencialismo
Compartido. Cogobernar con derecho de picaporte. Presidencialismo con partidos.
En esas estamos.
Procedimiento que, por cierto, no
es exclusividad del nivel federal. El principio es válido para los otros
órdenes de gobierno. Siguiendo esta línea de interpretación se podrán explicar
los desarreglos y posteriores arreglos que se presentarán en las elecciones y
cambio de poderes locales de este año. Lo veremos.
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