Habló el callado, hay que escucharlo

Si hace un par de semanas decía que los militares estaban a la vista, hay que reconocer que ahora están suficientemente cerca como para poderse escuchar. Cosa extraordinaria en la vida del país. En México la jerarquía de la milicia no suele emitir en público sus opiniones sobre los temas delicados que le atañen, como la seguridad, y mucho menos sobre los que aparentemente no, como la política. Lo que ha dicho (y la forma en que lo hizo) el Secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, está fuera del foco de esa tradición y, por tanto, prende una luz intermitente nueva que no puede ignorarse.


Todo se encadena en un mal de humores. Un mal que ya es nacional. El alto mando ha transmitido a la sociedad el hartazgo de la milicia con los desatinos de la autoridad civil y con su fuerza pública en el campo de la seguridad interna, la cotidiana de cada uno de nosotros. El mensaje se ha estado analizando en los medios desde todos sus matices posibles. La opinión que predomina lo reduce a que las fuerzas armadas estarían presionando para que en el Congreso Federal se acelere la aprobación de la Ley de Seguridad Interior que le dará certeza jurídica a sus acciones de vigilancia complementaria o sustitutiva de las fuerzas policíacas regulares que cada vez lucen más inútiles frente al poder violento del crimen. Como si estuvieran impacientes por que se emita la carta abierta que les permita militarizar al país. Es una vertiente.

En la otra, la jerarquía militar estaría más preocupada por los riesgos que se corren al exponer a la tropa, última línea de defensa de las instituciones actuales frente al gran poder corruptor y neutralizante, la parte más corrosiva, del crimen organizado en el cual también se inmiscuye a un sector de la clase política. Una posible advertencia sobre el alto riesgo y, tal vez, sobre la disposición de una parte del sector militar para impedirlo de tajo.

No habíamos visto a los militares tan irritados públicamente con sus mandos civiles. No recuerdo nada así, ni visto ni leído después del retiro militar de la política, prácticamente con Lázaro Cárdenas. Los militares al cuartel fue una premisa de la vida política del país como parte de la institucionalización del Estado mediante los famosos tres vértices: el Presidente (supremo jefe de las Fuerzas Armadas) con un gran poder de centralización de las decisiones, el partido de Estado y el control corporativo de la sociedad mediante las organizaciones sectoriales (obrera, campesina y popular).

Momentos críticos en los cuales el ejército estuvo bajo escrutinio social nacional e internacional fueron sorteados con un alto grado de disciplina estoica sin murmuraciones públicas. El caso extremo habrá sido las desastrosas acciones del 2 de Octubre de 1968 en Tlatelolco. Entonces fue el jefe del Ejecutivo quien asumió toda la responsabilidad tratando de liberar a los generales de la carga aunque éstos, de todas formas, tuvieron que lidiar (hasta la fecha) con el desprestigio. El acontecimiento fue justificado como una razón de Estado para mantener la estabilidad nacional.

Los cambios que vinieron después (a pesar de que en algunos momentos estuvieron presentes los militares) se desarrollaron sin alterar nunca el eje del poder civil, a diferencia de lo que sucedió en el mismo período en otras naciones latinoamericanas.

Es la historia que aprendimos como base conceptual e ideológica del culto a la institucionalidad; incluso por quienes pensábamos que había que derrumbarla para sustituirla por otra racionalidad más equitativa, democrática y distributiva. Por ironía de las contradicciones internas de un sistema de poder que evolucionó a la pluralidad pero sin perder su esencia de una justicia laxa y corrompida, esa institucionalidad se vino a romper no por la irrupción política o por una crisis revolucionaria venida de la sociedad. La fracturó el crimen organizado, pero no sólo desde afuera como elemento fáctico del poder; también desde adentro.

Ahora los militares han sido sacados a la calle de manera permanente, regular (ya llevan más de 10 años de manera continua) en contra de un enemigo intangible, escurridizo, y que en muchos sentidos es solapado y estimulado desde diferentes puntos de poder del mismo Estado que la milicia está obligada a defender. Si desde los cuarteles generales están sacando esta conclusión es probable que su queja de que no fueron preparados para ser policías, -pero que si éstas no pueden por el paquete pues que lo digan-, tenga un significado, un sentido y una intención mucho más profunda que simplemente la petición de retirar a la tropa de la calle.

Es un hecho que los controles de seguridad interna están fuera de rumbo en manos de los poderes civiles. tampoco se vislumbra una solución en el corto plazo. Todas las iniciativas en ese sentido como capacitación, profesionalización, mandos centralizados, etc., han fracasado. Los promotores de la Ley de Seguridad Interior que normativiza la acción militar en funciones policiacas aseguran que deberá ser un proceso transitorio en cuanto las policías regulares adquieren la preparación y el poder para cumplir con la encomienda. Por cada policía capacitado, dicen, se irá retirando un soldado a los cuarteles. Después de tanto tiempo suena simplemente ridículo.

La corrosión del Estado mexicano no es un problema de bandoleros de esquina que nadie controla, ni de policías de crucero corrompiéndose a cambio de omitir una multa. Estamos ante un poder económico y de fuego que se ha generado en base al complejo proceso simbiótico entre el crimen organizado y la corrupción institucionalizada. Es gangrena. Eso hace muy grave y peligrosa la situación y, por tanto, difícil y muy compleja su solución.

El poder civil tampoco está garantizando estabilidad económica en el manejo de la hacienda pública. Hay demasiado contubernio impune en el deterioro de la institucionalidad y los militares no son ajenos a sus efectos. Si, por ejemplo, se llegara a perder por contaminación corruptora el último eslabón de la resistencia institucional la puerta quedará abierta al Estado fallido. ¿En el sur inmediato de los Estados Unidos en tiempos de autoridad internacional debilitada de éstos mismos?

Esperemos que no sea demasiado tarde.Un razonamiento puede llevar al otro. Una acción a la otra. El impulso puede llevar a las fuerzas armadas, ya que estamos en esas, no solamente a pretender poner orden en la seguridad sino en toda la vida nacional.

Simplemente habría que preguntarse: ¿Cómo entiende un militar de grado intermedio, -convencido con rigor de sus valores-, las palabras duras de su alto mando? ¿Ve a un jefe impotente y frustrado o escucha un llamado; una voz de alerta? Lo que era nunca en cualquier momento deja de serlo. El pretexto práctico para que prenda la chispa puede ser cualquiera. ¡Absolutamente cualquiera!

Los militares son de pocas palabras pero saben muy bien del alcance y de la autoridad que representan, por eso hay que atender y entender bien lo que simbolizan cuando las dicen.



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