Unidad para el cambio
No es extraño que suceda y aun así transmite un cierto grado
de agobio la decepción expresada por algunas voces de impacto público que en su
momento pusieron en alto la apuesta por el cambio de gobierno en el estado.
Dejan ver una ilusión insatisfecha porque su expectativa para que se hicieran
cortes drásticos e inmediatos en las transformaciones era muy grande. Parecen
decir: el cambio es ya y ahora o no será. Este tipo de reacciones suceden
invariablemente en todos los giros tajantes del poder público, ya sea por el
cambio democrático de partidos políticos en el gobierno, como también en los
golpes de mano y en las revoluciones. En cualquier caso, sus promotores más
sensibles y ansiosos suelen ser los primeros en dar la voz de alerta de que las
cosas no van por donde se supone que deberían. A veces tienen razón, pero no
siempre. No todos. Como suele suceder, depende de que se trate.
Afortunadamente, en México ya paso suficiente agua bajo el
puente. Con la experiencia de haber visto las dificultades que implica el
arranque de 'gobiernos del cambio' que han heredado condiciones políticas,
económicas, administrativas y hasta anímicas de desastre, me parece que en este
caso el desencanto es prematuro. Para balancear las posibilidades reales que el
cambio tiene en Quintana Roo hay que poner las cosas en su contexto. O dicho de
otra manera, -sin justificar absolutamente nada-, no se le pueden pedir peras
al olmo. Son varias ramas del árbol de las que debemos colgarnos para observar
el panorama.
La ruptura
La necesidad del cambio se incubó en el impresentable
ejercicio de gobierno de Roberto Borge. Para quien quiso verlo, en la peculiar
forma de gobernar del RB Team, -que en realidad era unipersonal-, se gestó la
secuencia para una muerte anunciada. Advertida pero no necesariamente fatal:
faltaba quien hiciera la tarea. En este caso era necesario el "quien"
porque desde la oposición formal y real al PRI no había alguien con el peso
necesario para significarse en la percepción pública como la opción de ruptura
con posibilidades de triunfo.
Los priistas al mando prefirieron que la ruptura llegara por
fuera en vez de gestionarla desde adentro. Es decir, optaron por jugar al cien
por ciento de nada en vez de asegurarse el cincuenta de algo. Así les fue. Si a
final de cuentas Carlos Joaquín hubiese sido el candidato del PRI de todos modos
hubiese ganado porque a los ojos públicos logró colocarse (ayudado por la
propia necedad de la autoridad) como el contrapeso de la voluntad de Borge.
La motivación general evidente que estaba en el sentir de la
mayoría de la gente era extirpar esa práctica personalista, autoritaria
burlona, abusiva y humillante. Eliminarla daría aire renovado para las
aspiraciones de cada cual. Al retirarse ese obstáculo, cada grupo o sector
social y hasta individuos levantan sus propias causas, justificadas o no, como
las más importantes y esperan que sea en ellas donde se establezca, se cumpla y
se haga evidente el cambio real y práctico.
En resumen: el cambio se hizo posible en torno a la figura
de Carlos Joaquín González quien tuvo que, y pudo sumar a su favor todas las
motivaciones del descontento, aunque con ello tuviese a la vez que aceptar
sobre su espalda la amplísima gama de expectativas e intereses que buscarían su
reivindicación en las nuevas circunstancias con él logradas, algunos de las
cuales pueden ser contradictorias entre sí.
Si ello sucede cuando la opción de cambio se presenta por un
solo partido, con un liderazgo histórico opositor y con un proyecto de gobierno
definido y contrastado con el que se sustituye, se comprenderá la complejidad
que guarda este caso particular (aunque no único ni el primero) en el que el
liderazgo recae en una ruptura priista sucedida en la ocasión, el grupo que lo
acompaña está bajo asedio pero en jaloneo interno permanente, lo arropan dos
partidos distintos y distantes junto con otras expresiones políticas dispersas
y, como se ve, los temas, asuntos, intereses, causas y demandas por satisfacer
son un caleidoscopio que no deja de moverse.
Juntos al gobierno.
Por la complejidad acelerada y accidentada para establecer
el encuentro entre los aliados y los acuerdos básicos para la competencia, era
poco probable que, de buenas a primeras, se encontraran los puntos generales de
coincidencia que a todos habrían de satisfacer a la hora de gobernar. Estos
acuerdos programáticos suelen ser, cuando existen, el resultado del intenso
ejercicio de diagnóstico, consulta y valoración política. Sobre todo de
interacción política.
Así, una vez obtenido el resultado electoral deseado, se
presentó la oportunidad para pasar a esa etapa que se había tenido que saltar,
ahora necesaria para darle certeza a la posibilidad de hacer un gobierno
compartido. De la alianza electoral al compromiso para armar un gobierno de
coalición. Ameritaba cubrir el vértice de los acuerdos y compromisos necesarios
de participación en gobierno que dejaran en claro los puntos de coincidencia,
los que siéndolo tendrían que esperar, los que no lo eran, las prioridades reales
identificadas y determinadas en función de las posibilidades presupuestales y
de la demanda ciudadana; utilizando para todo ello a la política como el arte
de lo posible.
En síntesis: precisar a los ojos de todo mundo, sin pie para
equívocos, los puntos conciliatorios que le dieran contenido a una agenda común
obligatoria para todo el que quisiera mantenerse en la suma de voluntades e,
incluso, agregarse.
Esta es la parte más débil del proceso y, tal vez, la causa
que está en el fondo de las expresiones de desaliento y decepción a las que
hemos hecho referencia.
Lamentablemente, la atención principal se ha puesto en otros
temas. A pesar de los apreciables esfuerzos de trabajos temáticos realizados en
la etapa de transición, el arranque de las actividades formales se vio empañado
por el bao de los puestos, los cargos y "las posiciones" en el
gobierno. "Quién en dónde" se hizo a los ojos y ánimos de los grupos
de interés (trasladando la expectativa al público) más importante que definir
claramente "para qué".
El efecto ha dejado la impresión de que la agenda central ha
quedado única y exclusivamente bajo la responsabilidad del titular del
ejecutivo. El resto de las partes estaría actuando con un grado considerable de
improvisación. El retraso en la presentación de los ejes temáticos del Plan
General de Gobierno reforzó esa percepción.
La agenda posible
Comparto el comentario, cada vez más extendido, de que la
sociedad quintanarroense espera de la nueva administración estatal que, por lo
menos, cumpla con dos objetivos: un buen gobierno de cara a la gente y que se
haga justicia. Simultáneamente. Uno sin el otro, por muy bueno que sea, será
insuficiente.
Para todo gobierno electo democráticamente y dispuesto a
cumplir con su responsabilidad la certeza más complicada es tener que reconocer
la imposibilidad de realizar un ejercicio de gobierno que deje totalmente
satisfechos a toda la comunidad e, incluso, a todos los que lo apoyaron, lo
pusieron ahí y, como en este caso, anhelaban el cambio.
La clave para superar con resultados aceptables esta
circunstancia es encontrar, precisar y convenir los temas centrales de una
agenda común que todos puedan compartir. Es la guía para dar contenido cierto y
rumbo compartido al cambio. Los demás objetivos habrán de priorizarse,
gestionarse y, eventualmente, resolverse a partir de ese marco primario.
Como punto de partida se pueden retomar los temas centrales
surgidos como estandarte desde la campaña: lucha frontal y definitiva contra la
corrupción; administración transparente; vínculo estrecho y fortalecimiento de
la sociedad; apoyo a los sectores más vulnerables mediante el combate a la
pobreza y a la desigualdad; corte de tajo a la impunidad.
Se entiende todo ello bajo la garantía de mantener las libertades
democráticas y el respeto a los derechos humanos, libertad de expresión y de
organización. Supongo que nadie se opondría a lo anterior. En todo caso es para
la discusión. Sus especificidades constituirán las políticas y los programas
que cada una de las partes comprometidas deberán ejecutar.
Pueden parecer temas reiterativos y obvios, pero no hay como
revisarlos, consensuarlos, suscribirlos y difundirlos para dar certeza a todos
los involucrados en hacer posible de manera real, tangible y comprometida el
cambio de gobierno, que no solo de gobernantes.
Por la otra parte, si no se ajustan cuentas con el pasado
inmediato no habrá mucha credibilidad. No porque tenga que ser revanchismo,
venganza personal o cacería de brujas, sino por un acto elemental de justicia y
por la necesidad de mostrar sin titubeos que la cosa pública se encamina, si y
sólo si, por la ruta del estado de derecho. Dejar claro que corre riesgos
severos quien no cumpla con las mismas reglas del juego parejas para todos.
Gobernantes e impunidad
Hacer justicia por el saqueo y la humillación ejercida por
el gobierno anterior no se va a conseguir con voluntarismo, decreto
gubernamental ni, en última instancia, por decisión judicial local. La realidad
es contradictoria y la impunidad de los gobernadores salientes parece un
deporte nacional. Son muchos los que están en la mira del escrutinio público,
pocos a los que se les señala directamente como responsables y contadísimos a
los que se les aplica la ley. Hasta hoy no se ha visto que la persecución o
caída de un gobernante estatal sea resultado de la acción directa de su sucesor,
aunque este lo desee y promueva. Tampoco su salvación impune se resuelve a ese
nivel. El jaloneo de la política nacional lleva la mano. Es ahí donde está el
verdadero pacto de impunidad.
Por eso es un exceso,
si no es que un abuso, suponer siquiera que "la libertad de Borge para
andar por el mundo" pudiera ser el resultado de un acuerdo de impunidad
pactado con el gobierno de Carlos Joaquín. Peor darlo por bueno simplemente
porque la gente lo hace su verdad al sentirse ofendida porque aún no se ha
hecho justicia. La ligereza de esas afirmaciones abona a favor de quienes
ostensiblemente están intentado obstruir -y si les es posible abortar- el
proceso de cambio que recién empezó.
Como parte de esa resistencia al ajuste de cuentas y al
cambio, los voceros priistas quintanarroenses se defienden escudándose en el
discurso mañoso de exigir que las investigaciones no se politicen. Que no sea
el revanchismo sino la justicia imparcial la que impere. Literalmente el burro
hablando de orejas. En ese sentido, mientras más tiempo se deje pasar y se
acerquen los momentos electorales próximos, más carga de veracidad
propagandística podrá tener este argumento.
Más en corto, los priistas y aliados advierten amenazantes
que el sistema político es un circuito cerrado que gira sobre un mismo eje para
todos, una rueda de la fortuna pues, y que con la vara que midas...
Aunque no se crea, este argumento puede ser un disuasivo
determinante para quienes toman las decisiones. Cuando ello sucede, la sociedad
se queda sin referentes para ratificar su confianza en el marco institucional y
democrático, provocando desilusión, alejamiento de la vida pública y en algunos
casos ruptura radical con el orden legal por cualquier vía.
Reconociendo riesgos.
El tamaño de la expectativa que se genera en grupos
determinados de la sociedad cuando la política les ofrece, bajo promesa, la
posibilidad de cambiar y mejorar la condición en la que se encuentran, es solo
un parámetro de referencia para medir la decepción que manifiesta cuando no se
le cumple e incluso, cuando tiene la percepción de que eso sucede. No son
directamente proporcionales: el desencanto puede ser muy superior.
Si se dejan avanzar las acciones premeditadas destinadas a
descarrilar la experiencia de hacer un gobierno diferente y mejor -como es el
compromiso público de quienes lo encabezan- sin poner un eje rector que deje
claro quien está dentro y quien fuera de los parámetros mayoritariamente
acordados, lo que llaman "el bono" de buena expectativa, credibilidad
y confianza se puede perder. Algo así
como un "vale" al apoyo ciudadano que en cualquier momento podrá ser
retirado.
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